Feliz cumpleaños, Saúl

A aquellos que nos decían que te ibas a criar solo, los quisiera ver yo un día de estos en casa. Uno de esos de horarios cruzados en extraescolares, deberes, frigorífico vacío y montaña de colada.

No te crias solo, no. Te estás criando bien hermoso, pero con el sudor de nuestras frentes.

Porque, Benjamín mio, eres de la escuela “wildmanuela” o, como diría tu padre, “nadie al volante”.

Vamos, que vives sin miedo y con alegría. Probándote en cada movimiento. Desafiando todas las reglas empíricas de la seguridad e indemnidad personales, y riéndote del instinto de conservación de la vida.

Eres un bebé al estilo Bartomeu-Lopez. Tú padre y yo no sabemos hacer hijos que se estén sentados, ni siquiera dispositivos mediante. A ti todo eso, plin. Donde esté un trepar por las sillas hasta los armarios de la cocina, o esparcir tres botes de pasta de dientes por el suelo del cuarto de baño, que se quite Peppa Pig.

Y aún con toda tu inagotable capacidad de idear maldades, eres, cada mañana, la luz de mis ojos.

Y aunque me hagas voltearlos de tanto preguntarme “Ezo qué eh?”, en un sevillano cerrado, te contestaría tres millones de veces por oírte decir ese “aaah”, que tiene el tono más bonito que jamás se haya escuchado a este lado del meridiano.

Y, aunque necesite una partida en la nómina para alimentarte, me flipa verte comer a dos carrillos.

Eres tremendamente bueno. Eres un bebé cariñoso y dulce que siempre dice hola ladeando la cabeza y agitando la manita, y que se despide con un “hastaahorayhastaluego”, así, todo junto.

No das nada por hecho, y dejas que la vida te premie y te sorprenda.

No importa que cada mañana tome la decisión Inamovible de destetarte porque, a la noche, cuando te acurrucas sobre mi brazo con la respiración profunda y el pelo mojado de sudor, que crezcas no me parece cosa urgente.

Con esa candidez tuya humanizas a toda la familia, incluso a los delincuentes en los que, a veces, se transforman tus hermanos. Pueden estar enroscados en reproches y amenazas de muerte entre ellos dos, que con el sonido de tus pies pequeños correteando el pasillo, se convierten en seres amorosos que se deshacen en mimos y juegos.

Y por esa relación, la vuestra, ya vale la pena todo el sudor de criaros.

Leía ayer, en la newsletter de Jesús Terrés (@nadaimporta) que está hasta los mismísimos del “cualquier tiempo pasado fue mejor” y de llorar por las esquinas añorando la infancia. Que su infancia no es su patria.

A mí la pertenencia me lleva a esos instantes vuestros. Al abrazo que Raúl te da cada mañana… A la forma en que Manuela se destornilla de la risa con tus cucamonas. Si a algo me debo, es a vuestra algarabía.

2 años en los que, en medio del caos estructural en el que se han convertido nuestras vidas, no puedo dejar de agradecer.

A estas horas, hace dos años, estaba, de nuevo, herida fatalmente de amor.

Feliz cumpleaños, Saúl.

Beautiful Boy

Cuando escuché la canción de John Lennon como parte de la banda sonora de la película homónima, comprendí totalmente ese sentimiento extraño, dulce y, en cierta medida incordioso, que viene produciéndome todo esta historia de que creces. Esta es la magia de la música, del cine y de la literatura. De repente una canción, un texto o un fotograma, te ordenan las emociones.

Son tiempos difíciles, hijo, y cierto impulso melodramático me lleva a continuar con este insufrible rollo epistolar que me he montado para vosotros. Por si algún día os sirve; os hace falta u os permite encontrar alguna respuesta. Asumo que, probablemente, en algún momento de vuestra existencia, os resulte embarazoso, pero os ha tocado una madre con ínfulas de escritora de guiones de telenovelas, así que, es la vela que habrán de aguantar vuestros palos.

Ese sentimiento del que te hablo, es pura nostalgia. Alegría y añoranza; esperanza y compromiso; pero también una íntima tristeza y, celebro, cada vez, un poco menos de miedo. Es el pie de foto de un cómic con dos viñetas. Una en la que corres torpemente hacia mis brazos, con la sonrisa encendida y gritando mamá, y otra en la que me cuentas, afligido, que esa niña de tu clase ha tirado a la basura el regalo que tan cuidadosamente habías preparado par ella, pintando corazones en un pedazo de azulejo, y yo te doy un abrazo, sin poder recuperar de la basura ese maravilloso pedazo de azulejo.

Es querer soltar y soltar la cuerda, suplicándole a todos los Santos que me pueda quedar con la punta. O dejarte ir confiando en que siempre encontrarás el modo de volver.

Lo nuestro se ha transformado. Evoluciona en un ritmo y cadencias definitivamente más geniales que las que habría soñado. La vida me está regalando una historia de amor fascinante, incluso con sus desengaños.

No puedo decirte que no esté siendo desafiante. Lo está siendo. Desde que pisaste este mundo, con ese otro mundo tuyo, tan grande y tan profundo.

Ya te he contado muchas veces que me has enseñado mucho sobre el corazón. Hasta me has enseñado, a la vejez ciruela, a comprender a una niña que lloraba demasiado, lo perdía todo y se pasaba la vida transitando desde la exigencia a la culpa, y vuelta. Tú me has reconciliado con esa niña, que pensaba que nunca era suficiente; que se quedaba paralizada por el miedo, antes de atreverse a ser juzgada, y que tenía que desmarañar un nudo tras otro, cada vez que reñía con algún amigo en el patio del colegio, aunque le supusiera noches en vela. Que no sabía vivir las cosas en libertad y sin cargas; que solía ser presa de la más profunda indecisión, incluso cuando se trataba de la elección más simple, más que por falta de criterio, por querer aglutinar en su decisión los criterios de todos.

A mi me decían que no tenía personalidad. Yo creo que tienes una personalidad sustanciosa y desbordante, que es una fortuna para todo aquél que te conoce, aunque les exija grandes dosis de empatía, paciencia y compromiso. Gracias a ti puedo hoy liberar a esa niña del juicio incompasivo al que la he sometido.

Algún día, hijo mío, comprenderás que tú también debes soltar una cantidad de lastre indecible, que ha nacido contigo. Trato de mostrarte ese camino, que tendrás que andar tú, con tus piernas y tu ritmo cardiaco. Unos días el sol te bañará la espalda y será gustoso y reconfortante; el aire te removerá el pelo y te enfriará la cara, y te sentirás vivo y poderoso. La lluvia mojará tus manos y sentirás gratitud y te envolverán los olores, los sabores y los colores de un mundo fascinante.

Otros ratos estarás cansado, sentirás dolor y miedo o pena. Una pena que se incrustará muy hondo, y que parecerá insuperable. Y solo también comprenderás, que todos podemos vivir con ciertas mutilaciones. Y que muy pocas cosas en este mundo; quizás ninguna, aunque parezca realmente terrible, te deja sin capacidad de júbilo, por lo menos en el largo plazo.

Hay poco que yo te pueda enseñar; poco más de un par de cosas: Como poner los ojos en blanco o gastar bromas imitando todos los acentos internacionales. Lo demás lo vas a aprender por tu cuenta, con este endiablado misterio de la vida.

Cumples siete. Me cuentas chistes en los que no tengo que simular la reacción porque de verdad me hacen gracia; me haces preguntas que me cuesta responder y tienes puntos de vista diferentes a los míos. Es muy divertido y muy satisfactorio que te guste una canción que te muestro, y me hincho de orgullo cuando te descubro esa sensibilidad exquisita con lo humano. Cuando eliges una y otra vez el libro de poesía para dormir, o eres delicado con otras personas.

Creces. Como debe ser. Muy rápido, como me gustaría que no fuera.

El otro día tu padre os preguntó: ¿Sabéis que tenéis la mejor madre del mundo? (seguramente estaba intentado compensar alguna afrenta… jeje) y tu te apresuraste a contestar, con la mayor de las naturalidades: Eso sí que es verdad. Y la verdad es que me equivoco cien veces, contigo también. Cada día. Pero este amor tan insólito que siento por vosotros, me apresura a enfocarme en daros lo mejor de todo lo que puedo ofrecer, sin ánimo de perfección, con todas mis carencias en las manos.

Te deseo un muy feliz cumpleaños, hijo mío. De momento, aún tengo la calma de saber que, lejos de posibles conflictos pasajeros sobre el color de las velas, serás feliz en tu día, pero en adelante, aprende bien que en ese camino tuyo y solamente tuyo, siempre seremos un refugio en el que poder resguardarte de la tormenta. Aunque no podamos detenerla, podremos hacer chocolate caliente.

Se me parte el alma.

Tal cual.

La estampa de entradas escalonadas, flechas en el suelo y señalizaciones perimetrales, me parte el alma.

Las caritas pequeñas con las sonrisas escondidas, por muchos colores y superhéroes que les pongamos a las mascarillas, me parte el alma.

El reencuentro distanciado, como un oximoron perverso, el olor a gel hidroalcoholico en las puertas de entrada… Y, sobre todas las cosas, sus caras de desconcierto. Eso, me parte el alma.

Y sospecho que nosotros, acostumbrados a los contrasentidos, nos encogemos de hombros ante tanta contradicción paseándose desvergonzada al lado nuestro, y hasta nos reservamos, en un ejercicio de prudencia domesticada, calificar de injusticia lo que no es más que eso… Pero ellos, a Dios gracias, no tienen entrenado el sentido de la resignación, y nos miran con extrañeza. Con preguntas en los ojos y el gesto inocente de quien, aún sin comprender del todo, elige confiar.

Y eso, recibir en contraprestación una confianza plena que no me siento del todo en condiciones de merecer, porque la sencilla realidad es que yo tampoco entiendo, me parte el alma.

Me miran así cuando les espeto que no se acerquen, que no entren, que se pongan gel, que no toquen; y, con cada orden del estilo, me tengo que tragar una enorme bola de cemento que se me atranca en la boca del estómago.

Me parte el alma cada uno de los abrazos que no van a darles sus profesores; cada beso que no va a enjuagar sus lágrimas cuando se hagan daño; cada canción que no van a cantar y cada función que no van a tener.

Cuando me los imagino en la hora del recreo cautivos tras las barreras infranqueables hechas con cinta de carrocero… Se me parte el alma.

Y que no me vengan con el cuento chino de que los niños se adaptan. No les queda más. Ellos siguen riendo, y jugando de la misma forma en que respiran, porque es lo suyo.

A nosotros, como adultos responsables, nos compete partirnos la cara porque no se les quite más de lo necesario… Para que cuando haya que adoptar una medida en la que resulten los únicos o principales perjudicados, por una vez, a los que mandan les tiemble el pulso.

Nos toca reivindicar que cuidar de ellos es la prioridad, y que ni el colegio ni los abuelos pueden entenderse como recurso al servicio del endiablado jeroglífico de la conciliación.

Se lo debemos( realmente se lo debemos por aplicación del artículo 154 del código civil).

Ninguno podemos ser garante, con esta pandemia cansina, y muchas bolas de cemento tendremos que tragar sin solución, pero podemos y debemos dar a la infancia el lugar que le corresponde, y sacarla del cajón de los trastos perdidos.

Porque verla cubrirse de polvo, bajo la mirada de todos, me parte el alma.

A Manuela:

Amor mío:

No sé ni cuándo, ni cómo, ni de qué manera han pasado los 1095 días de tus tres explosivos años. Bueno, una cosa sí sé. Han pasado rápido; fugaces, diría.

Has dejado de ser un bebé, aunque yo siga arañando a esa etapa, voces absurdas y canciones de cuna, de vez en cuando. Soy dolorosamente consciente de que vas a dejar de ser la pequeña en no mucho tiempo, y temo no estar preparada para verte gestionarlo, con tus triunfos y derrotas. Aunque sé que lo harás. Conmigo de tu parte.

Es una sensación complicada ésta.

Guardo el recuerdo intacto del día que me puse de parto y, canasta en mano, miré a tu hermano que jugaba indiferente en el suelo de la habitación. Estaba innegablemente emocionada de saber que iba a abrazarte por primera vez. Sin embargo, me inundó una tristeza inexplicable al tomar conciencia de que Raúl ya no sería el único, ni el pequeño. Lo observé, tan ajeno a los retos y experiencias que se cernían sobre sus tiernos dos años, y me llené de compasión.

Y últimamente me brota esta compasión en cada abrazo que te doy; en cada caricia, cuando, ay Manuela, jugueteas con tus manos en mis labios y en mis ojos antes de dormirte, posándome una mirada de puro amor (ojalá pudieras hacer eso toda la vida…).

Tus tres años de existencia me han dado la certeza absoluta de que los hijos siempre te dan una lección. Viniste a sanar las culpas y los miedos de mi primera maternidad y me hiciste fuerte y segura. Has dinamitado la losa del deber ser y me has regalado la libertad para hacer las cosas de otras formas, incluso asumiendo con madurez la posibilidad de equivocarme.

Has sido el lado amable del aprendizaje. El de las «prácticas», cuando has comprendido el concepto y, aunque sigas teniendo infinidad de preguntas, tienes algunas respuestas que te mueven a tomar decisiones, con valentía y responsabilidad.

Te veo crecer, con tu alegría y tu naturalidad; con tu confianza y tu seguridad y tu modo particular de ser solamente tú, y me trasladas a la calma más ortodoxa; a la de la ausencia de conflicto o turbulencia. Eres tan luminosa, Manuela; tan fácil en el sentido más maravilloso de la palabra…

Vas por la vida sin pedirle nada, recibiendo los días como regalos. Tienes un sentido de pertenencia profundo. Te sabes de nosotros; de tu hermano, de tu padre… Te sabes sin miedo y sin duda, y con esta conciencia te desenvuelves auténtica y libre, deliciosamente libre.

Me gusta tu manera de ser princesa por momentos y por momentos salvaje; tu forma de hacer añicos las etiquetas; incluso las mías.  Me gusta cómo te defiendes a ti misma, con mucho de lo que a mi siempre me ha faltado. Con este amor propio tan saludable y cautivador.

Eres fuerte e inteligente, dulce y amable; solidaria y sensible. Es verdadera fortuna ser tu mamá, y estar invitada a los próximos días, meses y años de tu vida. A atravesar los momentos que están por venir, aunque verdaderamente me asuste lidiar con tu determinación cuando superes los 12…

Me propongo haceros entender, cuando nazca vuestro hermano, y no tenga tanto tiempo ni atención, y por momentos pierda el enfoque, que os quiero del mismo modo extremo. Y sé que lo entenderéis algunas veces; y, cuando no, me presto a comprenderos.

Feliz Tercer cumpleaños, mi amor, vamos a hacer de este día un día especial que quieras recordar cuando crezcas. Vamos a intentar hacer esto con cada uno de tus días.

Te quiero.

A disposición

dsc_0547Hay algo viscoso, persistente y tedioso que me viene acompañando desde el día en que descubrí, con asombro pero sin sorpresa, el positivo en el clear blue.

Apenas me prodigo cantando las alegrías de mi tercer cachorro por venir; ni abrazo farolas. Me cuido, incluso, de pensar en sus manitas calientes. No esbozo ni de lejos, el cuento de la lechera. Me freno el alborozo de notarle las patadas. En ocasiones esta reticencia a hacerle presente me instala en el archiconocido sentimiento de culpa; en el cuestionamiento de las emociones que me mueve la criatura… Y, a poco que le echo un rato de reflexión, caigo en la cuenta de que lo que tengo es MIEDO.

Lo tuve desde el primer momento, y por mil razones o ni una siquiera, no consigo desincrustármelo.

Yo quería más hijos, aunque la realidad parecía desaconsejármelo irrefutablemente. Yo, que en lo esencial he sido más bien permeable a la impulsividad, me encontraba en cada conversación con la psique calculadora de mi señor esposo, recordándome los viajes al trabajo tras noches sin dormir; los plazos con niños enfermos encima del regazo; las tomas con otros dos infantes colgados del cuello clamando mi atención. Los conflictos y la desconexión a la que me lleva el estrés; y la espera para todo aquello que tuviera que ver conmigo y con nosotros.

Aplazar el deporte, el comer más sano, un día de cine a la semana, leer más libros, salir de noche, hacer el amor, dormir diez horas, quedar con amigas…

Y cuando había repasado mentalmente todas las palmarias contraindicaciones, volvía al origen. A la sonrisa bobalicona de figurarme amamantando, y al júbilo de tres hermanos queriéndose (aunque fuera sólo a ratos).

Así que, finalmente y, como de costumbre, nos pudo el amor y, sin tiempo de reflexión, el nuevo bebé estaba ahí. Como si estuviera decidido a llegar. Sin permitirnos un replanteo; ni siquiera un titubeo. Y ya no había marcha atrás.

Y, en este punto, empezaron a cernirse los miedos, confusos y oscuros, a cubrir de sombras ese horizonte que se me antojaba tan gozoso: ¿Y si algo no va bien? ¿Y si se complica el embarazo? ¿Y si supone un riesgo para el bebé, o para mí? ¿y si afecta a mis dos hijos?..

Conforme va avanzando el seguimiento médico de la gestación, consigo disipar ciertos temores a golpe de informes obstétricos y movimientos fetales, pero el miedo, que no acepta rendición, se cuela por otros agujeros: ¿Cómo voy a sacar tiempo para todo? ¿Cómo lo haré en el trabajo? ¿Cómo gestionarán mis hijos la llegada de un nuevo miembro? ¿Cómo afectará a la relación con mi pareja (tengo claro que traerá turbulencias)? ¿Guardería? Y empiezo a sentirme abrumada, insegura y empequeñecida.

Sin embargo, en algunos instantes de lucidez, en medio de mi tortuoso empeño en tener un PLAN MAESTRO que me garantice el éxito y la cordura cuando el nuevo bebé haga aparición estelar, me recuerdo a mi misma que no tengo el control; que no existe una fórmula ni una receta infalible, y que lo único que está en mi mano es ponerme a disposición. A tu disposición, pequeño bebé. Y dejar que me domines, porque esto hacen los bebés.

Así que aquí estoy, bebé: Dispuesta y disponible. Para ti y tus necesidades y las de tus hermanos, en la medida en que mi condición humana alcance. Dispuesta también a tolerar mis fracasos y mis errores. Dispuesta y disponible para comprender mis frustraciones. Dispuesta para quererte y quereros, siempre otra vez más.

Dispuesta a exigir a mi marido estar dispuesto y disponible. Y, dispuesta también, a recibir la ayuda sin percibirla un descalabro.

Consciente de que pasarás de ser el bebé opcional, a otro maestro; a una fuente de hallazgos y descubrimientos increíbles, sanadores, con tal de que nosotros, nos pongamos a tu disposición. Me darás nuevas certezas y me revelarás, una vez más, que el amor son ondas expansivas, sin término cierto.

Te esperamos dispuestos y disponibles.

Sobre todo, porque Raúl alias Harry Potter y Manuela Hermione Greinger necesitan desesperadamente un Ronald Weasley.

 

Porque lo digo yo.

 

¿Están ahí mis vidas? ¿ Me escuchan? ¿Me oyen? ¿Me sienteeeeen? Yo estoy felizs, felizs..

Perdónenme la efusiva entrada, pero he escrito un post con la única verdadera intención de comenzarlo así (lo siento, no puedo. Love you por esto, Thalía). Ahora les suelto una retórica cualquiera para despistar.

Las mamás y los papás nos transformamos, en no pocas ocasiones, en seres desmedidamente ridículos. Asómense alguna vez a una fiesta de fin de curso (de hijos de otros, claro -la viga sólo se ve en el ojo ajeno-) y disfruten del espectáculo.

Los más discretos rezuman orgullo por los poros de sus pieles, sonríen con la boca abierta durante los 5 minutos de la actuación, y graban en bucle los mismos movimientos en todos los planos conocidos y desconocidos: Picados, contrapicados, laterales, frontales, para que se le vean los bajos del pantalón de campana tan bien cosidos…

Algunos se lanzan a tararear letras en un inglés de discutible dicción, y los más osados se atreven incluso a emular a John Travolta en la omnipresente en cada fiesta de fin de curso, banda sonora de Grease.

En otro nivel están lo que son capaces de liarse a mamporros con cualquiera que se le ocurra ocupar los espacios reservados a las «very important person»; léase los padres de las criaturas actuantes.

Pero lo cierto es que no sólo nos ponemos en evidencia cuando se trata de procesar amor a nuestra estirpe, sino que en ocasiones también nos las pintamos embarazosas cuando se trata de ponerse firme y «educar». Y esto resulta un tanto más complicado.

A lo largo de mi experiencia maternal he ido cayendo en la cuenta de algunas actitudes mías y de otras comadres que, pese a haber escenificado en perfecta interpretación de orgullo y determinación, a poco de haber sido analizadas, me han generado bochorno.

Me suele pasar con la frase, afortunadamente sorteada hasta este momento por mí (no canto victoria, en esto de la maternidad, he caído en casi todo lo que integra mi black list de futura madre, confeccionada allá  por mis tiernos 24 años) : «Qué feo te pones cuando lloras» y sus variantes, claro («Qué niño más feo, los niños no lloran, no se puede llorar… Los niños buenos no lloran…»).

Y lo más aterrador es que esta frase se la decimos a nuestros hijos y a cualquier hijo de vecino!!, y lo digo en estricto sentido literal.

Vamos, que vas por la calle con tu hijo gimoteando, pasas frente a un banco de señoras «al fresco» y, con una probabilidad del 85%, una de ellas le suelta a tu enrabietado vástago (y para poner sólo un poquito de más leña en el fuego de una rabieta que tratas de disimular estar controlando) que se está poniendo muy feo de llorar.

Y luego lo pienso desde vestigios de madurez que, sólo a veces, asaltan mi entendimiento, y, dejénme que les diga: Si en uno de esos días en los que haciendo cola en la casa de comidas preparadas, se me viene a la cabeza que se me ha olvidado llevar a la tintorería la única chaqueta decente que tengo en el armario para la reunión de las 4, y me da una llorera incontrolable y, créanme, purificadora, alguien (henchido de buena intención) se me acercara para decirme que me pongo fea cuando lloro, más vale que no tenga aún en la mano el caldo de pollo.

Tres cuartos de lo mismo cuando pretendemos que nuestros hijos deglutan la comida cual pavos, a velocidad infernal, y amenazamos con la cuchara a 0,03 mm de su boca, cargada hasta arriba, mientras los miserables se debaten entre la vida y la muerte con el bocado que les hemos metido en el segundo anterior, y les espetamos órdenes del tipo «traga» como si estuviéramos frente a nuestro compañero de piso, con una botella de Brugal verticalizada sobre su boca, en un jueves universitario.

Por no hablar de cuando les sacamos burla… He hecho el ejercicio de ponerme a lloriquear frente al espejo para ver qué tal y, sinceramente, en zanguangos y zanguangas de «taitantos» no queda elegante.

Mi preferida es, sin duda, cuando llevamos la autoridad ridículamente lejos y nos empeñamos en mantener con nuestros hijos una guerra de poder en torno a si debe o no debe abrir el actimel por el «abre-fácil» o como a él le viene en gana que es, por ejemplo, pegándole pinchazos con el tenedor. Y la confrontación escala hasta que todo se escapa de control y los gritos y los llantos se suceden, mientras el Actimel, aún sin abrir, nos mira impávido desde la encimera de la cocina.

Cuando analizo la situación y me paro a considerar la verdadera razonabilidad del temor que me acecha (a saber, si mi hijo se abre el Actimel hoy con el tenedor, mi cesión sólo puede conducir a que  se convierta en déspota, drogadicto o asesino en serie) me entran los rubores.

No hay nada mejor para estas coyunturas, que un «bañico» de humildad, y que nos paremos a considerar que, ni siquiera cuando estamos comunicándonos con ellos, tenemos siempre la razón. Y si hemos caído en el bochorno y la turbación… Pues vamos a ponerle humor.

Gracias, chin chin, Gracias, chin chin

Tikiti, tikitikiti, tikitikitikitikitikitikiti…

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Vísteme despacio que tengo prisa.

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Padres y madres «all over the world«: ¿No os parece que esta expresión es la síntesis perfecta de vuestra vida como responsables de niños de entre uno y cuatro?

Pero ¿Por qué, niños del mundo, jamás queréis poneros la  ropa? Si la compramos de algodón y utilizamos Norit!!

Son las 3.30 pm. Si estamos pisando la calle a las 17.00, me daré por satisfecha, así que me propongo redimirme, vestirlos en tendencia y candorosos, más que peinarlos RE- peinarlos, e incluso ponerles colonia y quién sabe si unos tirantes al mayor y un lazo bien plantado a la pequeña..

Me voy al cuarto rebosante de ínfulas de grandeza, y abro el armario buscando sendos atuendos de los que hacen girarse al personal y, mientras estoy absorta pensando en lo cool que le quedan a WildManuela los vestidos con Converse, oigo a Raúl preguntarse inocente, pero en voz alta, dónde está su helicóptero que ha dejado en el sofá durante los diez segundos en que se lanzaba de cabeza desde el respaldo, probando si había mejorado su técnica de vorteleta. Sin solución de continuidad, unos pies corriendo destartalados, como si les fuera la vida en ello, en dirección opuesta.

Cierro los ojos, encojo los hombros y aprieto los dientes. Ya se lo que viene.

Mamáaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa

No contesto. Sé lo que sigue:

Manuela me ha quitado el helicóoooooooooptero.

Después de 15 minutos de negociaciones, de sofocar tensiones y evitar lesiones; de consolar llantos y ofrecer alternativas, retomo el armario abierto con un poco menos de entusiasmo. Bueno, es Martes por la tarde; tampoco tienen que ir los niños de revista, con un par de conjuntos graciosos, servirá.

Tras  dos paseos adicionales al armario aún abierto, porque se me olvidó el pañal de una, los calcetines de otro y porque el pantalón blanco tenía una mancha de rotulador amarillo (lo que lo condena a la bolsa con ropa para frotar que pende en la despensa desde hace ocho meses), me felicito con condescendencia sincera por haberme hecho con el arsenal necesario, y por haber superado la primera de las fases de mi misión.

Me quito el jersey adelantándome a mi propia frustración. La tensión sudando se soporta peor.

Primer llamamiento:

-Hijo: Tienes la ropa en el sofá. ¿Puedes vestirte que vamos a salir?

  • Nooooo

-¿No quieres salir a la calle?

  • Siii, pero me llevo el violín.

Hijo de mi vida, hablo conmigo misma. No introduzcas ahora esta variable. Lo tenía previsto. Soy consciente de que tendremos que abrir ese melón antes de cruzar el umbral de la puerta, pero, hijo mío, como diría el Sr. Mariano Rajoy: «No entremos en eso ahora.»

Me resigno. No hay otra opción que entrar en eso, AHORA; JUSTO AHORA. Si las mujeres fuéramos un poco más como mi hijo, no habría brecha salarial que se nos resistiera…

Tras alcanzar un acuerdo razonable, que no era mi primera opción ni la suya, volvemos, veinte minutos después, a la ropa sobre el sillón.

Me contengo la emoción de ver que el primogénito empieza a bajarse los pantalones, y cojo en brazos a mi pequeña Wildy con la intención de llevarla hasta el sofá.

Patalea, arquea la espalda y llora diciendo que no.

La suelto. Miro el reloj: Las 16.10. Respiro. Manuela ¿A ti te apetece salir a la calle?

Siiiii. Calle, CALLE!! Grita con alboroto.

-Pues entonces tienes que vestirte.

A que no e illas, canturrea.

Casi me pierdo. Estoy a punto de dejarme llevar por la tensión creciente y mi adulto razonamiento según el cual si quieres salir y para salir tienes que ponerte la ropa, HAY QUE VESTIRSE, cuando consigo retroceder en la inercia inevitable hacia el desbordamiento, y tomarme un minuto para pensar.

Tengo dos opciones: Una pasa por reivindicar mi posición de autoridad y decirle que no es hora de jugar. A ésta le van a secundar llantos y oposición. Otra pasa por jugar un poco,  evitar la reacción defensiva y tratar de buscar, en los cinco minutos siguientes, el momento y la fórmula para plantearle que tenemos que vestirnos.

Consigo, hoy, rescatar de mi precario saco de paciencia, que parece la hucha de las pensiones, una sonrisa. Me agacho y simulo algo parecido a un monstruo acechante pisoteando con fuerza el pasillo de mi casa, mientras Manuela ríe y grita y huye despavorida.

La reduzco a base de cosquillas y cuando está noqueada, la llevo hasta el sofá en el socorrido «saco de patatas».

Comienzo a vestirla; hasta que se hace consciente. Justamente cuando estoy a punto de superar el pañal que es el 45% de todo el trámite. Y se gira, y cual Houdini, se escabulle de entre mis brazos y mis piernas y corre a toda velocidad, desnuda, canturreando de nuevo «A que no e illas…»

Miro el reloj de nuevo. Son las 16.30. Cojo el móvil. Mando un mensaje. Renuncio a la primera opción de mi optimista planificación. La tintorería puede esperar.

Miro al mayor: Sigue con los pantalones bajados, haciendo moverse a una moneda sobre un folio por medio de un imán colocado debajo.

Hijo, tienes que vestirte para salir, ¿Recuerdas?

Ah, sí. Voy.

Espero. Sigue con la moneda.

-Raúl.

-Sí, sí, sí… 

Coge el pantalón.

Vuelvo a hacerme con la pequeña y consigo vestirla de cintura para abajo.

Le canto la canción de cachivache (un pájaro que hemos inventado en casa) para distraer su atención del trance de introducir su desproporcionada cabeza por el cuello del jersey. Ni modo. LLora, me dice que le aprieta.

-Eze nooooooooooooo!!!

Durante unos segundos le discuto. Me rindo. Traigo otro. Espero no encontrarme a mi madre por la calle. Hija, ese jersey que lleva la nena tiene pelusas, está estropeado… (como si lo estuviera viendo).

PUES SÍ, MIRA MAMÁ SÍ, PERO ES UNA APUESTA SEGURA y SON LAS 17.15, le espeto con rotundidad a mi madre en mi mundo interior. La situación real más bien acabaría con: Vaya! Es verdad, no me había dado cuenta…No se vaya a pensar que le he puesto ese jersey de pura desesperación.

Con la pequeña vestida y la mente centrada únicamente en que no se quite los zapatos, ayudo al mayor a ponerse los propios y comienza la fase tres. Me la planteo como aquéllos concursos de los 90´en que un conductor de entretenimiento retaba a concursantes enloquecidos a que cogieran de una tienda todo aquello que pudieran durante diez exiguos minutos.

Visualizo las bolsas de merienda; las frutas, snacks y botellas de agua.

Visualizo las piezas de construcción en el suelo y las películas para devolver al videoclub.

Visualizo las ropas sucias sobre las sillas y los pijamas sobre la mesa del salón.

Visualizo los abrigos y gorros, guantes y bufandas.

Visualizo sus juguetes preferidos y sus gafas de sol (que últimamente quieren llevar con mucha independencia del sol que haga).

Trazo en mi mente el plan perfecto. Calculo las distancias y tengo en cuenta la proximidad de mis hijos a todo el «stuff» recogido, sorteando sus intentos de retomar nuevas actividades. Les doy algo para comer y les esbozo los primeros versos de una canción.

Y suena el silbato en mi mente alerta y corro, y me agacho, me levanto, abro cajones, los cierro, meto, saco y corro.

Todo listo.

Espera. Las llaves de casa. Les pregunto a ellos si las han visto. Lo hago por inercia, pero una vez Raúl me dijo que sí; y me señaló donde estaban. Para que veas, pensé.

Y ahora sí. Son las 17.40. Estamos listos.

No están peinados.

No llevan colonia.

Yo tampoco.

En el ascensor lo percibo de repente. Abandonad toda esperanza, pienso. Cojo el móvil: 

Tengo que volver. No me esperes. Si consigo salir de nuevo, aviso. 

Huele a caca. 

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UNO DE LOS NUESTROS

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Ni el desquiciante Tubullar Bells de Mike Olfield poniendo música a las espantosas contorsiones de la pequeña Regan; ni el conejo blanco en el Resplandor. Ni tan siquiera «El que camina detrás de la fila» de los Chicos del Maíz. Nada.

Nada es capaz de encogerme el corazón con semejante prestreza; nada sobre la faz de la tierra es más espeluznante que la ausencia de previsión, organización o plan en una casa con dos hijos post-bebes pero pre-infantes, y, como aquél que dice, dos negocios propios.

No hay márgenes. Es una cuestión de supervivencia.

Recuerdo una noche, cerrada, en la que nos recogíamos con la prole a los pertinentes rituales nocturnos de duchas, cenas, cuentos, más cuentos, historias y canciones, cuando nos cruzamos con el andar despreocupado y ligero de uno de nuestros amigos de la especie «solterum sin hijus».

Por sus fachas los conocerás.

Esta especie mantiene la tersura de la piel. Los ejemplares de Solterum no presentan las características hendiduras que lucen bajo nuestros ojos, en tonalidades que van del verde al negro, pasando por el violeta. Esta especie muestra, con carácter general, el rictus relajado y la sonrisa cuasi imborrable.

Están al día en materia de cine, música y locales de moda. Tienen el spotify cargado de Playlists, se permiten el lujo de quedarse absortos y de despistarse, trasnochan  por costumbre y se beben los gyn tonics sin remordimiento (sus resacas son otras, no nos engañemos… A ver quién sería el guapo si no…).

Recuerdo, con incómodo asombro como soltó, como el que da los buenos días, que estaba hablando con ciertos congéneres (de los de su especie) y que aún no sabía, a las 10.30 pm, si iban a irse al pueblo vecino a las fiestas patronales, a la playa o a Las Vegas. Parecía que no hubiera espacio para horarios, inconvenientes ni compromisos en esa conversación vía What´s app, que seguro que estaba cargada de gifts y chistes verdes. Podría haberse acordado visitar el Taj Majal, y el rictus «del Matute» no se hubiera movido…Un ápice. Qué escándalo!!

Nosotros no salimos sin un plan. Un plan con sus  variaciones. Plan b, c, d… Y cuando la operación reviste FES (fases especialmente sensibles) porque, por ejemplo, implica lugares especialmente peligrosos en términos de integridad física, o nocturnidad, y el abecedario castellano, «ñ» mediante, se nos queda corto, recurrimos al griego; del alfa a la omega: Por si se duermen en el coche, por si no se duermen, por si no se comen la comida, por si comen demasiado, por si hace frío, por si no lo hace; por si se despeñan por cualquier escalera; por si se hacen las 20.07…

A veces me las he dado de despreocupada pero, para ser franca, no me muevo con soltura en el desgobierno. Prefiero organizarme, aunque sea en líneas generales, ir sincopada y evitar la catástrofe: Si no han dormido siesta, son las 20:00 de la tarde del Domingo y el Lunes hay trabajo, cole y guarde, sencillamente NO podemos hacer un road trip hasta un precioso paraje natural 80 Km ha.  Llámenme estricta o estresada, pero si mis hijos se duermen en el coche a las 20.00 de la tarde (que lo harán) no podré volver a mentarles a Morfeo hasta pasadas las 3.00 AM y… Como que no, que al día siguiente, tampoco hay siesta…

Para los Solterum, esto es pan comido.

Eso sí, ellos tampoco experimentan la indescriptible sensación de expansión cardíaca y la profusa irrigación coronaria, cuando los cachorros te llaman mamá…

 

Lo que de verdad importa.

Miércoles, día 26 de Abril, 11:00 AM. Estoy en el despacho. ¿Por qué siempre me sucederá lo mismo? A finales de Marzo me congratulo de lo tranquilo que se atisba el mes de Abril y me regocijo ante la expectativa de no abrir el pc durante los cuatro fines de semana que nos brinda; con sus Sábados y sus Domingos. Tengo que adelantar trabajo que luego llegan los imprevistos y se me vuelve a liar el «zompo», pienso…

Pero qué demonios, el relajo no me sienta bien. Al final ya tengo el zompo liado. Menudo final de mes; y los impuestos, y los plazos, y las vistas… Y las citas y reuniones. Recuerda la de las 12, me prevengo.

Suena el móvil; es un mensaje de What´s app:

La zozobra y la ansiedad por los plazos, las vistas, los impuestos, las reuniones se diluyen, se deshacen como la cera de una vela encendida. La lista de tareas y los pensamientos, la gestión del tiempo y la organización se acomodan en lugares secundarios cediendo el paso amablemente.

Parece mentira, con lo importante que parecía todo eso hace diez segundos.

Suelto el móvil y lo dejo sobre la mesa. Tengo dos minutos para tomar una decisión; para moverme en realidad. La decisión la he tomado ya. De forma casi involuntaria; refleja.

Cojo el bolso. Llamo a mi secretaria: Cancela la reunión. Tendré que darme prisa si quiero llegar a tiempo.

Cojo el coche. Me muerdo el labio. Tengo que darme prisa si quiero llegar. Ya me lo dijeron la semana pasada; pero lo olvidé. ¿Cómo pude olvidarlo? Tienes demasiadas cosas en la cabeza, me autodisculpo.

Suena el móvil de nuevo. Otro mensaje de What´s App: Oh no!! Ya están ahí. No voy a llegar. Meto la 6ª. Corro un poco más.

Mierda! Me lo estoy perdiendo. Me la estoy perdiendo. Y si está asustada? y si no lo comprende…? Y si le encanta? Cómo será su cara?? Mierda!! Me lo estoy perdiendo.

Estoy llegando; me quedan cinco minutos. Suplico al cielo: Que no se hayan ido todavía.

Cojo, por fin, la calle que lleva a la guardería de mi hija. Todavía se oye la dulzaina. Y el tambor. Aún están ahí.

Aparco, por decir algo.

Salgo del coche. Activo el modo rastreo y la localizo: Está contenta!! Hace palmas!!  «El Tío de la Pita y Tamboril» entonan la serafina y mi hija baila, agacha las piernas y mueve las manos haciendo círculos. balbucea algo parecido a Serafina y se ríe, con la boca muy abierta y los ojos achinados.

Me ve y de inmediato gira la cabeza hacia los músicos. Quiere mostrármelo. Quiere enseñarme lo que ha descubierto. Si yo no hubiera estado, también habría querido enseñármelo. Menos mal que estoy. Menos mal.

La cojo en brazos y baila, sigue bailando y mirándome, y mirándolos, y riéndose, y me está queriendo decir: Mira, mamá, cómo cantan, y tocan música, y me estoy divirtiendo y me gusta. Y me lo está diciendo.

Y con toda seguridad, el mes de Mayo tenga menos fines de semana, pero ha valido la pena.

El tío de la Pita es lo que de verdad importa.

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Feliz día de la Madre a todas las mamás del mundo. Todos los días, son los días de las madres; pero qué bien que haya uno en el que se acuerdan de decírnoslo!!

PD.- Las fotos son de un viaje a Amsterdam y Utrecht que hicimos en Semana Santa y del que escribiré algo por aquí.

UN AÑO DE AMOR

 

De puro amor. De amor expansivo. De amor del de verdad y no del de Oficial y Caballero.

Un año hace ya desde que llegó a nuestras vidas Manuela, sin tanto ruido como su hermano, pero con las mismas nueces. O más. Se dejó caer en nuestra familia como “el que pasaba por aquí” y descubrió solita su lugar; sin que nadie se lo mostrara. Se acomodó en él como la masa en el molde.

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Y esta niña nuestra, promete. Promete volvernos locos. De amor sí, pero de psiquiatra también.

La muy (puñetera) lista, que sabía que no era la primera ni la única, se ganó nuestra confianza durante cuatro meses, a base de noches “casi” del tirón;  tardes en la hamaca y sonrisas cándidas desde un maravillosamente interpretado conformismo.

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Y cuando ya estábamos convencidos de que habíamos sido bendecidos por Dios con una hija “buena” (léase que nos deja dormir, comer con relativa tranquilidad y de la que podemos presumir en una velada con amigos, mientras gargajea desde su cochecito)… Entonces ZASCA! Pero qué os habíais pensado? ¿Que iba a renunciar a mi quíntuple ración de teta nocturna y a mis relajantes paseos de madrugada, en brazos de papá o mamá?  . Se acabó lo de poner mis 10 kilos de cuerpo compacto en el carricoche, la trona, la hamaca, el parque y cualquier endiablado lugar en que queráis meterme que no sea sobre vuestro confortable regazo. Se acabó lo de entablar conversaciones adultas y olvidaros de que estoy aquí. Se acabó lo de pretender que me duerma sola, sin el dulce arrullo de las canciones y los balanceos de papá o mamá… De eso nada.

Y, claro, ya que nos tenía absolutamente rendidos a sus pies, no podíamos más que acatar sus deseos y resignarnos a seguir durmiéndonos por las esquinas unos cuantos años más.

Y es que, créanme, esta hija mía, como diría mi padre: Si la tiras a la pared se queda enganchada.

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Manuela es mucha Manuela. Puede pasar de la determinación y el coraje más absolutos agarrando a su hermano de la camiseta para hacerse con lo que tenga entre las manos al grito de algo que podría sonar como un feroz gruñido de animal salvaje, al llanto más melodramático y escandaloso, llevándose el brazo a los ojos en una expresión de “pero qué mundo más cruel”, cuando no le permites que meta la mano en las aspas del ventilador o en la resistencia de la tostadora.

Manuela es puro carácter y, sin embargo, cuando menos te lo esperas, muta en delicioso algodón de azúcar y ofrece abrazos y caricias de una dulzura  capaz de enternecer al mismísimo Yago de Otelo, Milady de Winter o al propio Hannibal Lecter.

Nuestra Manuela, que es un poco macarra, pide agua como déspota dictadora ordenando a sus vasallos y, sin embargo, es la persona que más se congratula con nuestra compañía. Derrocha simpatía y cautiva la mirada de propios y extraños con sonrisas sinceras y bailonas, que van directamente al centro neurálgico de nuestros corazones.

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Ella, que de momento no parece muy interesada en comunicarse con el idioma de los adultos, articula y encadena grititos adorables cuando está contenta; hace pedorretas y, en general, despliega una actividad sonoro-orquestal hilarante con la que se hace entender con total claridad.

Comienza a andar sus primeros pasos con los brazos en alto y cuando suena la música, como resorte automático, se arranca a bailar con una gracia irresistible capaz de arrancarme de cuajo cualquier preocupación.

Nuestra pequeña contestataria llegó en un momento en el que parecía que no podíamos aprender nada sobre el amor; y nos ha dado una magister class. Resulta que después de la pantalla en la que “te pasas” al monstruo, todavía hay otro nivel. Uno en el que nos hemos adentrado con menos miedo que en el anterior pero que nos ha reportado sorpresas igual de indecibles; sensaciones igual o más reveladoras y transformadoras, y unas cuantas certezas absolutas que, al menos a mí, me hacen la vida más fácil; menos turbadora.

Manuela, con su boca de piñón y su culo inquieto, ha cerrado un círculo y ha liberado los lazos que dan estabilidad a nuestro hogar.

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Por no hablar de la relación que ha creado con su hermano y que sea, probablemente, lo más favorito que tengo en la vida. Más, incluso, que la tarta de Santiago. Ver a éstos dos abrazándose es mejor que una invitación personal a la gala de los Oscars.

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Pues ésta, nuestra Manuela valiente y guerrera, inteligente y cariñosa; simpática y honesta; apasionada y testaruda, cumple un año ya mismo y yo llevo todo el día con los ojos de par en par de incredulidad. Excitada de imaginar las cosas que nos quedan por vivir junto a ella, e irremediablemente melancólica por el imparable e irreversible desfile que nos brinda el calendario, hacia delante, sin contemplaciones ni concesiones.

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Sin embargo, desde aquí, y por si algún día en tu adolescencia quieres avergonzarte de tu empalagosa madre, te deseo un feliz feliz primer cumpleaños. Te quiero con todo mi corazón, Manuela.