Dejen las armas en el suelo y nadie saldrá herido.

La Naranja Mecánica es una tarde en los columpios comparada con una jornada matinal en un buen número de palacios de Justicia de un pueblo o ciudad cualquiera de nuestro país. Eso sí que es una historia de violencia y no la que contaba Cronenberg en una película altamente recomendable, protagonizada por Vigo Mortensen y María Bello.

Les hablo de Juzgados de Primera Instancia e Instrucción, Juzgados de lo Social o incluso de lo contencioso administrativo (aunque éstos últimos en menor medida) cuyo día a día sería un filón para Tarantino si en algún momento le abandonan las musas de la inspiración y se queda sin historia sangrienta que contar.

Junglas de hormigón con fieras trajeadas y cafés de máquina.

Recién salida de la Universidad, con un proyecto profesional que pasaba sí o sí por trabajar para alguna ONG internacional liberando a inocentes condenados a penas capitales, o cazando y castigando a los culpables de las desapariciones de niños en Argentina durante la dictadura de Videla, jamás me pude imaginar que el ejercicio en los Juzgado me iba a suponer tal entrenamiento en agresividad e ira.

Después de unos cuantos años de curtirme la piel a base de gritos fuera de lugar, contestaciones carentes de modales y silencios despectivos, una servidora pasea con altivez su indiferencia. En ocasiones, para mi estupefacción, logrando amedrentar así muchos despotismos, como al perro ladrador al que le pisas el rabo.

Son innumerables las veces en que la declaración de un imputado o un juicio de despido, se han convertido en un ring de lucha libre en el que peleas con más de un contrincante y nunca sabes de qué lugar te va a venir el golpe, así que para no aburrirles me voy a acordar de una de las últimas.

Al abrigo de mi defensa, un trabajador de toda la vida, de avanzada edad, que en algún tiempo pasado y mejor logró tener una modesta empresa que se fue al garete con la maldita crisis. Al otro lado del ring una titular de un Juzgado de Instrucción, joven y brillante. En la otra esquina, como acusación, un compañero cordial y tan escaldado como yo de las maneras que se gastan algunos agentes de la Justicia.

Al entrar en la oficina judicial el compañero y yo nos dirigimos un saludo amable y comentamos el frío que estaba haciendo esa semana, mientras esperamos que Su Señoría nos haga pasar al despacho.

Mi cliente, que jamás ha pisado un Juzgado y que, tras una vida de trabajo duro como autónomo, sin business angels ni responsabilidad civil limitada, se ha visto inmerso en un proceso penal como consecuencia de una denuncia interpuesta por una entidad bancaria, se encuentra nervioso. Lleva la citación cuidadosamente guardada en el bolsillo de su camisa, junto al bolígrafo de publicidad que le regalaron en la Notaría cuando fue a firmar el poder para pleitos. Le sudan las manos y apenas levanta la mirada del suelo. Está cabizbajo y pensativo; sospecho que le ronda cómo ha podido llegar hasta ahí; que toda la vida trabajando para ésto y que como no se solucione pronto la papeleta, la mujer lo va a echar de casa… A la vejez.  Se ha peinado el poco pelo que tiene hacia atrás, con mucha colonia. Demasiada. Pretendía dar buena imagen. Se ha puesto su mejor camisa; recién planchada.

Su Señoría se asoma airosa a la Oficina desde la puerta del despacho, y le indica a su empleado que la declaración se va a celebrar allí, fuera; en la mesa del funcionario.

Miro al cliente; ése no es lugar para tomar declaración a un imputado; con diez trabajadores a menos de 3 metros haciendo fotocopias y contestando al teléfono a un ritmo de Martes, y decenas de personas entrando y saliendo entre risas y chascarrillos. De este modo lo sugiero y me llevo el primer silencio despectivo de la jornada.

Su Señoría se coloca tras la mesa del funcionario, expediente en mano, sin levantar la vista de sus propias resoluciones, como si le costara comprender algo que ha escrito y, sin ni siquiera mirarlo, espeta al imputado: Venga, siéntese.

El Señor, que es un Señor, obedece sin interpelar a Su Señoría y recoge sus manos entre los dedos. Los años le han dado cuerda y perspectiva.

A partir de ahí las preguntas se suceden en el tono de la morena despechada que pide explicaciones a su consorte por el pelo rubio que ha encontrado en la ducha.

A Su Señoría no le gusta que el imputado hable en voz baja, y se lo hace saber entre resoplos de impaciencia y desesperación…:!! Bfff!!.. ¿Quiere hablar más alto que no se le entiende?. Tampoco le gusta que trate de explicar las cosas de la única forma que sabe, desde el principio: Vaya Usted al grano, hombre, que no tenemos toda la mañana… No le gusta que manifieste la certeza de lo que declara: “si es verdad o no lo decidiré yo…” y así, en general va poniendo pegas a cada palabra que pronuncia…

El cliente me mira cada vez más nervioso preguntándome con ojos inquietos qué es lo que está haciendo mal…

Y en mí, irremediablemente, ante semejante agresividad, se despierta la fiera. Me imagino con la mano sobre la pistola que llevo en el cinturón y con un megáfono en la otra desde el que vocifero mirando hacia los lados y con abrumadora determinación: Muy bien, manos arriba; dejen cuidadosamente sus armas en el suelo y nadie saldrá herido. Al más puro estilo Ally McBeal; sólo que mientras ella veía bebés en pañales bailando canciones de Barry White, yo veo tiroteos a quemarropa…

Letrada! Su turno; si tiene alguna pregunta para su cliente… Y, de repente despierto de mi sueño de violencia, relativizando: No sé si esa joven ha tenido un mal día, si tiene la errónea idea de que ganará respeto repartiendo mala educación, o si la pobre aún tiene que atender 50 juicios rápidos y dictar 40 sentencias antes de irse a casa, sin medios y sin poder servir a la Justicia como tiempo pasado soñó…

En cualquier caso, finalizo mi intervención con modales exquisitos por si alguien se da por aludido.

Sea como fuere; Dios me libre de generalizar. Ha sido en Jueces, fiscales y demás familia (mayores y jóvenes) en quiénes he descubierto las mayores dosis de deferencia, consideración y amabilidad para con los demás, por lo que no es algo gremial. Lo de las habas; que las cuecen en todas partes.

Con la Venia, Señoría: Tengo que amamantar.


IMG-20140319-WA0013Todo blog de maternidad que se precie debe tratar la joya de la corona de entre los gajes y oficios de esta noble labor. A saber: La lactancia.


Desde mi punto de vista, tanto hablar de lactancia nos ha distorsionado un poco la perspectiva. Ha pervertido de alguna manera su sentido primario y nos ha enzarzado en polémicas doctrinales, posiciones antagónicas y disputas virtuales… 

Cuando me preñé tuve claro que quería amamantar, aunque no las tenía todas conmigo: El primer y único ejemplo de mujeres no aptas para tan maravilloso menester que la matrona de mis clases preparto utilizó con recalcitrante tono compasivo fue, precisamente, el de las abogadas.

Una, que además no se caracteriza por la seguridad en sí misma, empezó a recular pensando que si aguantábamos tres meses, podríamos darnos por contentos; mi leñador y yo.

Llevamos casi 16 meses y esto no tiene pinta de estar llegando a su fin…. No queremos; ninguno de los dos, aunque menos él, la verdad  (A mí algunas veces me dan ganas de arrancármelas).

Decía lo de la perversión porque la sorpresa con la que me encontré cuando mi pequeño, aún caliente y viscoso, se enganchó a mi pecho, fue que ESO era naturaleza viva; en estado puro, documental de la dos, vaya.

Mi hijo humano parecía un lechón, un cachorro perfectamente comparable al de cualquier otro mamífero: Palpaba con sus manos poco diestras mi barriga y, con los ojos cerrados, reptaba al olor de la leche hasta enganchar el pezón como el que logra agarrar un objeto con una liana. Una vez allí parecía haber llegado a casa; regulaba la respiración, la temperatura y se acurrucaba tierno y calmo. Sin intención, por instinto.

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Entre mis primeras sensaciones con el pecho recuerdo dolor (por muy primeriza que fuera, a mí los entuertos me hacían polvo), alguna que otra grieta, cierta ansiedad por la congestión de «las manolas» con la subida de la leche y, por supuesto, dado que me pasaba media noche lactando y la otra media acunando y cantando, mucho sueño (eso sí, pese a que sigo desafinando como una condenada en el canto en general, le he cogido un punto a las nanas que hace las delicias de todos mis familiares en la hora de la siesta).

En la intimidad de mi hogar el pecho se ofrecía, como diríamos en mi tierra, «a pajera abierta». Sin horarios ni restricciones. Esto nos costó, y nos sigue costando a fecha de hoy, más de una mirada juiciosa. Sólo las mamás que proveen a sus hijos el servicio «teta 24 horas» pueden entender la frustración que me causaba la eterna pregunta: ¿A qué hora le toca mamar?». La única respuesta que generaba mi masa cerebral a esta interpelación, era un irónico «A las 15:00 horas, 40 minutos, 53 segundos, NO TE JODE!». Naturalmente me cuidaba de dar esa respuesta y, a cambio, espetaba un complaciente, «en un rato» (Un rato puede ser muchas cosas…).

Aún peor era esa situación en la que, en medio de la reunión familiar, al gemido constante de tu pequeño (al berreo, en caso de mi leñador) lo cogías tratando de pasar desapercibida y te lo ponías al pecho como el que no quiere la cosa, cruzando los dedos de los pies para no despertar la suspicacia de tu suegra. No obstante, la mujer, que está en todo, enseguida pregunta: «¿Ya le vas a dar de mamar? ¿Pero si mamó hace menos de una hora?.»

La reacción que perfeccioné a esta pregunta (absolutamente retórica, por otra parte… No es que le vaya a dar, es que le estoy dando…) fue un leve encogimiento de hombros acompañado de un suspiro aspirado con una mueca tendente a la sonrisa. Funciona. Se callan; seguramente pensando alguna de estas tres cosas: 1; El niño no queda satisfecho con la teta y tiene hambre a todas horas. 2; no le estamos acostumbrando bien y se está «engolosinando» con la teta, o 3; como madres endiabladamente primerizas que somos no sabemos gestionar un llanto y todo lo solucionamos con teta. En cualquier caso, se callan.

Menos mal que estaba mi abuela (otra vez mi abuela). Si por ella hubiera sido, la «muchachica» no se despegaba de las brevas de su madre ni para recibir el agua bendita.

Superada esta fase de ser diana de todas las aspiraciones de tus allegadas de convertirse en pediatras o matronas, nos vimos obligados a enfrentarnos a empresas mayores: Una mastitis que me hizo llorar de dolor y desesperación, y la vuelta al trabajo.

No es correcto llamarla vuelta en realidad, porque a duras penas estuve desconectada un par de semanas. El leñador vio la luz del día (de la tarde) un 30 de Diciembre y el 12 de Enero tiene registro de entrada un recurso de apelación que tuve que presentar…

La conciliación en nuestro caso sólo es mérito nuestro. De mi marido; de mi hijo, de mis padres, de mis suegros y mío. A nadie, mucho menos al Estado, le debemos nada en este sentido.

Mi presto hombre de los tardíos 70´se ha recorrido media geografía española para llevar a mi hijo a los brazos de su madre entre juicio y cita; entre reunión y comparecencia.

Recuerdo una ocasión en la que el leñador, con sus tiernos 3 meses, se paseó por toda la Vega Baja del Segura mientras su madre ejercía su profesión en los Juzgados de Torrevieja y salía del palacio de Justicia, tras más de dos horas de Juicio, a una velocidad que ya quisiera Ussain Bolt, aún «entogada», y ante la atónita mirada de los agentes que custodiaban la entrada y la salida, para darle su criptonita.

Suerte la mía que tras el parto perdí todo el pudor de mi juventud y he lactado en cualquier lugar, en cualquier momento y de cualquier manera…

A fecha de hoy, ya hemos aprendido mucho. El leñador sabe perfectamente lo que quiere y, cada vez que desea retozar entre las «domingas» de su madre, señala de forma autoritaria el asiento más confortable que encuentra a su alcance y articula un claro e incisivo: MAMÁ. Con esta orden, me siento y empieza el despiporre…