
Mi primer año de universidad da para muchas historias. Para muchas. Algunas quedarán ocultas al conocimiento de mis hijos bajo pactos sagrados de silencio. Y si a alguna o a alguno se les ocurre abrir el pico, no me voy a cortar en mantenerlas donde deben estar bajo amenazas y chantaje del sucio… Que yo las maldades no me las ingeniaba sola.
Tengo grabado en la memoria el escalofrío que sentí la primera vez que entré a mi clase de Derecho. Pero, para ser justos, ahora, con la claridad de la madurez, creo que el escalofrío se lo debió llevar el Sr. Montoro (no el Ministro) sino mi profesor de Filosofía del Derecho.
Yo representaba lo que venía siendo una hibridación perfecta de las tribus urbanas del momento (entre hippie, punky y heavy, andaba el juego); todo ello unido a una reseñable falta de amor propio y noviazgos tormentosos, y al racionamiento económico impuesto por las limitaciones presupuestarias de mis benefactores.
Para situarnos, yo podía vestir, en uno de mis días buenos, un chándal de algodón, una camiseta de Sex Pistols que mi ex había heredado de su primo mayor, y una riñonera con una llamativa hoja del cannabis. Recuerdo haber llevado hasta calentadores de colores.
Y, por supuesto, cuando hablo de chándal, no me refiero a la favorecedora ropa deportiva de Oysho. Yo me refiero al chandal de toda la vida. Al de los domingos de relajo; al de la escuela el día que tocaba gimnasia. Al de ‘choni’. Al de los heroinómanos en los 80. Al chándal, como realidad social y concepto antropológico. A ése.
Una vez una amiga mía me dijo que como iba yo a la universidad, no bajaba ella ni a tirar la basura… y tanta gracia me hizo esta frase, al cabo de los años, cuando ya era yo una distinguida letrada que vestía falda de tubo negra, que imploré a mis amigas que formara parte de los lemas que se corearan en mi despedida de soltera.
De esta guisa me iba yo a la universidad; y me sentaba en una silla situada en el medio, en la primera o segunda fila. Eso es. No se piensen que mi falta de adecuación al entorno me detenía. Como les decía, yo de amor propio andaba más bien escasa. En todos los ámbitos menos en uno. El del aprendizaje.
Iba a hablarles de mi seguridad en el entorno académico… Pero no se si sería del todo correcto utilizar esta expresión, porque el entorno académico, considerándolo de una forma global, tampoco me resultaba un ambiente amable: No era yo de formar grandes corrillos en la cantina, ni de tener una significación importante en los pasillos. Los profesores no me conocían porque nunca pisaba un despacho; ni mandaba mails. Siguen dándoseme regular las relaciones institucionales.
Pero yo era una idealista. Y me encantaba ir a clase. Me sentaba en primera fila por el puro placer de aprender. Y me abstraía de todo lo demás; y me sentía legitimada para recibir las informaciones y los conocimientos, y, pese al chándal, no me avergonzaba en absoluto. Es más, pensaba, real e ilusoriamente, que nadie me iba a prejuzgar por las fachas. Y no hablaba con la gente. Escuchaba y aprendía. Me emocionaba incluso, a veces y luego se lo contaba todo a mis amigos no universitarios. Les explicaba los grados del dolo en la comisión de los delitos en Derecho Penal, y los principios para la interpretación de los contratos.
Y, aunque ahora cada vez que lo pienso me sigo preguntando cómo podía, mostraba absoluta indiferencia ante el hecho de que a mi alrededor se desplegaba un auténtico desfile de pret a porter con las últimas tendencias de la temporada. Tacones, bolsos, pantalones ajustados, blusas, maquillaje, gomina en los chicos, polos y muchos logotipos de marcas. Como digo, entonces, ahora no me explico cómo, me la traía al pairo que pareciera que me había despistado buscando la clase de bellas artes o de sociología.
Pues bien, en uno de esos días de Derecho Penal Parte General, mi admirado y honrado profesor, el Señor Don Jaime Peris Rieira, cuyas clases siempre me parecieron una delicia para el entendimiento, recomendó el archiconocido libro de Cesare Beccaria «De los delitos y las Penas», y tanto me fascinó la sinopsis que del mismo hizo, que recién terminada la clase, me fui para la Biblioteca de la Facultad de Derecho a hacerme con él.
Cuando entré, por primera vez, en este espacio, sí me temblaron las piernas. Si el pasillo de la segunda planta de la facultad era el desfile de la colección Otoño Invierno, la Biblioteca era el Backstage. Pero aquí, a diferencia de lo que sucedía en el aula, yo no podía dar sentido a mi presencia en el proceso mismo del aprendizaje. No cabía crear este espacio acotado y seguro que yo construía en cada clase, entre las enseñanzas de los profesores (de los buenos profesores) y mi propio proceso intelectual de comprensión y asimilación. Estaba desprotegida y fuera de lugar en un mundo extraño. Las miradas de aquéllos cuyas mentes estaban esperando una distracción que justificase la pérdida de atención, se clavaron en mi chándal y en mi riñonera cuando crucé el mismo umbral de la puerta.
Me acerqué al mostrador. Todo lo silenciosa que podía. Me dirigí a la Señora al otro lado de la madera, en un tono casi inaudible: «Estaba buscando el libro «De los delitos y las penas» de Cesare Beccaria.»
– ¿Quée? Contestó la señora en un tono estruendoso; estrepitoso, molesto.
Giré la cintura para mirar hacia atrás y sondear la reacción de los presentes. La mayoría miraba. Me acerqué un poco más al mostrador en una evidente tensión creciente.
–Que estoy buscando el libro «De los delitos y las penas, de Cesare Beccaria.
–Ah! Un momento, voy a buscarlo.
Miró el ordenador y después dio la vuelta al mostrador para dirigirse a las estanterías. Recuperé un poco el aliento y el ritmo cardíaco empezó a volver a la normalidad. La Señora volvió a colocarse tras el mostrador con el pequeño libro entre las manos, y mientras aún estaba en marcha, escuché:
–Diez Euros.
El corazón se me disparó de nuevo; esta vez de una forma que parecía incontrolable. ¿Diez euros?, ¿En serio? ¿Había que pagar por sacar un libro de la biblioteca?? Me pareció absolutamente insólito e injusto, pero evidentemente, no iba a hacer preguntas. Faltaría más. Di por supuesto que se trataba de una suerte de depósito o fianza.
Se me hizo un nudo en la garanta. Por absurdo que parezca, en ese momento, ni hacer preguntas ni dejar el libro y salir por la puerta como había entrado, eran opciones que barajaba. Era una cuestión de dignidad salir de allí con mi libro; como si fuera una de los muchos usuarios de esa Biblioteca que parecían absolutamente habituados a los trámites, procedimientos y normas de aquél lugar. Pero diez Euros. Eso era la mitad de mi presupuesto semanal. Y no los tenía. En ese momento no los tenía.
Lo sabía muy bien. No tenía esa cantidad. Hice un cálculo mental de cuánto podía llevar encima y consideré que podría llegar a llevar unos 8,70 Euros. Con un poco de suerte, podría llegar a encontrar alguna moneda más de las de cierto valor (1 euro o 50 céntimos) por ahí despistada. Pero no había marcha atrás. Sin racionalizar el hecho patente de que no tenía los diez euros, abrí mi riñonera y traté de arrastrar con la mano extendida dentro de ella todas las monedas que se hubieran arrinconado en los bordes de las costuras.
Las saqué con el puño cerrado y las coloqué todas sobre el mostrador, dispuesta a contar. Una moneda de euro golpeó en la madera y cayó al suelo. El ruido captó la atención de los escasos estudiantes que aún no habían abandonado su concentración en los apuntes para mirar y disfrutar del espectáculo. Ahora todos miraban. Estaba al borde del llanto.
Recogí la moneda del suelo y la puse en el mostrador al tiempo que me sorprendía el rostro perplejo de la Señora al otro lado.
–Pero ¿Qué haces?!! Me dijo en un tono que aún despierta mis más viles sentimientos.
–Lo siento. No se si tengo los diez Euros.
–JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJJAJAJ. Aun recuerdo sus alborotadoras carcajadas, buscando las miradas de las demás personas en la sala, tratando de hacerse con testigos de mi estrepitoso ridículo.
Varios de los presentes respondieron a la mirada de la Bibliotecaria con una sonrisa curiosa y sin apartar la mirada. Como cuando observas el predesenlace de un show que tiene escrito el final que estás esperando.
–Me ha dicho Usted diez Euros. Contesté en una afirmación interrogativa, sabiéndome vencida. No había ya esperanza alguna de salir de allí con un mínimo de dignidad entre las manos.
–DIEZ DÍAS!! MUJER!! EN LA BIBLIOTECA NO SE PAGA!! Contestó la mujer gritando; en un alarido que ya no rompía el silencio de la sala de estudio, porque nadie estaba estudiando. Todos eran partícipes de mi primera experiencia en la Biblioteca de la Facultad de Dercho. Todos tenían pase VIP a mi solemne puesta en evidencia.
Sabía que estaba colorada como un tomate. Aroalada. Con la cara roja y blanca. Muerta de vergüenza. Sudorosa y torpe. Tremendamente torpe. Recogí mis monedas del mostrador rezándole a Dios para que no se me cayera ninguna al suelo y pudiera salir de allí cuanto antes. Por suerte entraron todas en mi puño y las coloqué de nuevo en mi riñonera. Despegándome las que se me habían quedado incrustadas en la palma por el sudor. Y me fui.