Se me parte el alma.

Tal cual.

La estampa de entradas escalonadas, flechas en el suelo y señalizaciones perimetrales, me parte el alma.

Las caritas pequeñas con las sonrisas escondidas, por muchos colores y superhéroes que les pongamos a las mascarillas, me parte el alma.

El reencuentro distanciado, como un oximoron perverso, el olor a gel hidroalcoholico en las puertas de entrada… Y, sobre todas las cosas, sus caras de desconcierto. Eso, me parte el alma.

Y sospecho que nosotros, acostumbrados a los contrasentidos, nos encogemos de hombros ante tanta contradicción paseándose desvergonzada al lado nuestro, y hasta nos reservamos, en un ejercicio de prudencia domesticada, calificar de injusticia lo que no es más que eso… Pero ellos, a Dios gracias, no tienen entrenado el sentido de la resignación, y nos miran con extrañeza. Con preguntas en los ojos y el gesto inocente de quien, aún sin comprender del todo, elige confiar.

Y eso, recibir en contraprestación una confianza plena que no me siento del todo en condiciones de merecer, porque la sencilla realidad es que yo tampoco entiendo, me parte el alma.

Me miran así cuando les espeto que no se acerquen, que no entren, que se pongan gel, que no toquen; y, con cada orden del estilo, me tengo que tragar una enorme bola de cemento que se me atranca en la boca del estómago.

Me parte el alma cada uno de los abrazos que no van a darles sus profesores; cada beso que no va a enjuagar sus lágrimas cuando se hagan daño; cada canción que no van a cantar y cada función que no van a tener.

Cuando me los imagino en la hora del recreo cautivos tras las barreras infranqueables hechas con cinta de carrocero… Se me parte el alma.

Y que no me vengan con el cuento chino de que los niños se adaptan. No les queda más. Ellos siguen riendo, y jugando de la misma forma en que respiran, porque es lo suyo.

A nosotros, como adultos responsables, nos compete partirnos la cara porque no se les quite más de lo necesario… Para que cuando haya que adoptar una medida en la que resulten los únicos o principales perjudicados, por una vez, a los que mandan les tiemble el pulso.

Nos toca reivindicar que cuidar de ellos es la prioridad, y que ni el colegio ni los abuelos pueden entenderse como recurso al servicio del endiablado jeroglífico de la conciliación.

Se lo debemos( realmente se lo debemos por aplicación del artículo 154 del código civil).

Ninguno podemos ser garante, con esta pandemia cansina, y muchas bolas de cemento tendremos que tragar sin solución, pero podemos y debemos dar a la infancia el lugar que le corresponde, y sacarla del cajón de los trastos perdidos.

Porque verla cubrirse de polvo, bajo la mirada de todos, me parte el alma.

He vuelto

Hola a todos y a todas:

He vuelto. Después de varios meses en los que sólo me he dejado caer por aquí para cantar alabanzas de mi prole, he vuelto.

Escribir me hace bien. Y no lo he hecho mucho últimamente; y, claro, lo he notado. Con el temporal, he cerrado puertas y ventanas y el aire empieza a notarse cargado.

Con todo lo que ha venido sucediéndole a este mundo, con tantos dilemas y desafíos. Con esta transformación de las relaciones sociales y familiares tan inaudita, y con tantas opiniones, debates, discusiones, juicios y estudios de los del método científico y de los que no; Con tanta gente hablando tanto, y todo el tiempo, me he auto Desautorizado para la expresión pública.

Llevo medio año recogiendo velas, ocupándome en silencio de lo más mío que, les digo tal cual siento, no es poco.

Pero claro, tan en lo práctico y lo cotidiano he andado inmersa, que de pronto he vuelto la mirada asustada, buscando eso que me dejé por el camino… Esa tendencia a estar en el debate; a levantar la mirada de mi trabajo y de mis hijos para tener una opinión y compartirla; aquello que me exponía y me hacía vulnerable pero que me daba vidilla…

Yo, que soy la que saca la religión y la política en las reuniones familiares, incluso con los cuñados, y la que no tiene ni pizca de miedo a la confrontación, me vengo rumiando las ideas desde hace meses.

Para ser estrictamente sincera, confesaré que he tratado de satisfacer mi inclinación a la tertulia, dando la brasa a mis hijos mayores. Un día les estaba soltando un discurso soporífero sobre la distribución de competencias en materia de educación, hasta que mi hijo me contestó: Mamà, que sepas que no he entendido ABSOLUTAMENTE NADA.

Y entonces resolví: Pues Raquel, vete a quemar orejas a los de facebook e instagram.

Y no piensen que me voy a cortar, no. Que lo mismo me van a ver hablar sobre la última sentencia del supremo que le lee la cartilla a las universidades públicas y a su controvertida y archiflexibilizada (siendo escandalosamente eufemística) figura del profesor asociado, que cuestionándome por qué mis tres hijos alinean sus necesidades de deposición entre sí; incluso a veces con las mías. Sin mucho criterio.

El Covid bien merece un par de entradas. Y lo de ser familia numerosa en tiempos de pandemia, ni les cuento. Alguna reseña de series les va a caer, que el confinamiento me ha dejado, entre otras cosas, unas cuantas suscripciones a plataformas digitales.

Sigan atentos a sus pantallas.

La foto es de un juicio telemático. Eso que me suena a pura ciencia ficción o a título de capítulo del libro de historia: La nueva normalidad (como la Gran Depresión o los Felices Años Veinte)

A Saul

Hijo mío: Escribo estas letras cuando está a punto de cumplirse un año del día en que naciste. De ese perfecto día en que llegaste al mundo para hacerlo todo un poco más difícil, definitivamente, pero mucho más emocionante.

Hace poco descubrí que Saul significa «el que es deseado» y me sonreí frente a la pantalla de la wikipedia. Me vinieron a la memoria todas las veces en que, precisamente, te deseaba… Y todas las conversaciones en que tu padre me exigía un plan de viabilidad que garantizase tu concepción.

Ese plan que tu padre quería, hacía aguas por todas partes. Ni en términos de gestión del tiempo, ni desde la perspectiva económica, ni mucho menos en cuanto a la compatibilización de tu existencia junto a las dos existencias previas de tus hermanos, con mi vida profesional, parecías un negocio seguro.

Cuando te deseé éramos 4 viviendo en un apartamento de menos de 60 m2, con un solo baño, y en nuestro coche no cabía una persona entre las dos sillas colocadas en la parte trasera. El ritmo del trabajo era frenético y yo lloraba a menudo porque no llegaba a nada, y porque la mayoría de noches, aún, apenas conseguía dormir 5 o 6 horas.

Tu padre, que también te deseaba, pero que se encargó de hacer de abogado del diablo, me escenificaba los días futuros. Me profetizaba viajes para ir a trabajar sin haber dormido, el estrés por los plazos, los juicios, las reuniones, las llamadas… Y me recordaba mis dos previas maternidades; mis expectativas de maternar, incluyendo mucha teta, muchos brazos, mucha conexión. Me recordaba que los hijos sucesivos son exponenciales y que la conjugación de edades podía ser un cóctel molotov.

Y, aún así, Saul, eras deseado. Y tanto fuiste que aquí estás.

No tengo muy claro si hubieras sobrevivido al vaticinio de una pandemia y un confinamiento de más de 70 días…. Suerte la tuya de que fuera lo más lejos que teníamos, allá por el mes de septiembre de 2018.

Me regalaste una experiencia arrolladora con tu parto.

Juro que pensé que jamás olvidaría aquel dolor…y, la verdad es que por momentos querría volver a estar justo ahí.

Yo quería dar a luz sin epidural porque quería ser plenamente consciente de parir.

Nada más llegar al hospital lo solté tal cual:

No quiero ponerme la epidural.

Para consuelo de mi débil voluntad de parturienta, me tocó una matrona que, no se si por respeto o más bien por desidia, no rechistó; no trató de convencerme ni me miró de reojo en esa expresión de «mira la moderna ésta… Se va a enterar de lo que es bueno…» Simplemente me miró y me dijo: En ese caso, aquí te dejo… Tendrás que aguantar.»

Y eso hice. Respirarte en cada contracción; concentrarme y resistirme a la desesperación. Remangarme. Me sentí responsable de darte un buen parto. De ponerme a tu disposición para permitirte nacer de la forma más agradable posible.

Eesa responsabilidad me llenó de coraje. No necesitaba a nada ni a nadie; estaba en un paritario pero podría haber estado en cualquier parte. Estábamos solos: Tú, yo y el de los 70, que aguantó como un jabato los apretones de mano y que, para mí sorpresa, no salió corriendo a buscar al anestesista cuando oyó mis primeros gritos.

Porque grité. Vaya que si grité.

Yo, que me pensaba tan digna que ningún dolor de parto, por fuerte que fuese, me podría hacer perder la compostura delante de perfectos sanitarios desconocidos, me quedé afónica berreando con sonidos guturales. Sudando. Desgañitándome. Suplicando, mientras asomabas tu dulce cabecita de 10 jodidos centímetros de diámetro, que me ayudaran a sacarte de ahí.

No fue un parto largo, pese a que nos sorprendiste a todos naciendo con la cara hacia arriba. Debiste girarte al final, porque en ninguna ecografía me alertaron de que vinieras en esa posición. Mejor así, porque navegando a posteriori, por las aguas del omnisciente Google, me ahorré un montón de preocupaciones.

Mi compañera Júlia me dijo que en Alemania se decía de los niños que nacían así, que lo hacían mirando a la luna. Me gusta la idea de pensar que llegaste queriendo ver el mundo. Valiente y decidido, curioso y esperanzado…

Además de la consciencia, lo que me brindó la falta de analgesia durante tu alumbramiento, fue la seguridad y el control. No sentí miedo, ni incertidumbre. Fue como si el proceso del parto lo tuviera completamente asimilado y naturalizado. Fue hacer aquello para lo que estaba muy preparada.

Y, después de casi partirme en dos y quedarme exhausta empujando hasta sentir que me iban a salir los ojos de las órbitas, ahí estabas tú. Tan perfecto. Sencillamente otra obra perfecta y maravillosa que me hizo sentir exactamente lo mismo que tres y cinco años antes: Una plenitud sin fisuras; un júbilo, una alegría, una paz que parecieran trascender a las cosas de este mundo.

Otra vez engatusada; enamorada perdidamente. Rendida a tu inocente perfección.

Desde entonces no has hecho más que alegrarnos y complicarnos la vida, y llenar la casa de dulzura.

Sin ni siquiera proponértelo, eres el paño caliente de los enfados de tus hermanos, que se pasan el día besándote, abrazándote y llamándote bebé adorable… Tú sí que vas a estar mimado, porque todos te mimamos.

Mañana cumples un año, mi niño de luna, y yo sólo quiero mirarte a una distancia prudente y no perder detalle de cómo te lo estás pasando en esta vida; cada uno de tus días. Te quiero. 💕

A Manuela:

Amor mío:

No sé ni cuándo, ni cómo, ni de qué manera han pasado los 1095 días de tus tres explosivos años. Bueno, una cosa sí sé. Han pasado rápido; fugaces, diría.

Has dejado de ser un bebé, aunque yo siga arañando a esa etapa, voces absurdas y canciones de cuna, de vez en cuando. Soy dolorosamente consciente de que vas a dejar de ser la pequeña en no mucho tiempo, y temo no estar preparada para verte gestionarlo, con tus triunfos y derrotas. Aunque sé que lo harás. Conmigo de tu parte.

Es una sensación complicada ésta.

Guardo el recuerdo intacto del día que me puse de parto y, canasta en mano, miré a tu hermano que jugaba indiferente en el suelo de la habitación. Estaba innegablemente emocionada de saber que iba a abrazarte por primera vez. Sin embargo, me inundó una tristeza inexplicable al tomar conciencia de que Raúl ya no sería el único, ni el pequeño. Lo observé, tan ajeno a los retos y experiencias que se cernían sobre sus tiernos dos años, y me llené de compasión.

Y últimamente me brota esta compasión en cada abrazo que te doy; en cada caricia, cuando, ay Manuela, jugueteas con tus manos en mis labios y en mis ojos antes de dormirte, posándome una mirada de puro amor (ojalá pudieras hacer eso toda la vida…).

Tus tres años de existencia me han dado la certeza absoluta de que los hijos siempre te dan una lección. Viniste a sanar las culpas y los miedos de mi primera maternidad y me hiciste fuerte y segura. Has dinamitado la losa del deber ser y me has regalado la libertad para hacer las cosas de otras formas, incluso asumiendo con madurez la posibilidad de equivocarme.

Has sido el lado amable del aprendizaje. El de las «prácticas», cuando has comprendido el concepto y, aunque sigas teniendo infinidad de preguntas, tienes algunas respuestas que te mueven a tomar decisiones, con valentía y responsabilidad.

Te veo crecer, con tu alegría y tu naturalidad; con tu confianza y tu seguridad y tu modo particular de ser solamente tú, y me trasladas a la calma más ortodoxa; a la de la ausencia de conflicto o turbulencia. Eres tan luminosa, Manuela; tan fácil en el sentido más maravilloso de la palabra…

Vas por la vida sin pedirle nada, recibiendo los días como regalos. Tienes un sentido de pertenencia profundo. Te sabes de nosotros; de tu hermano, de tu padre… Te sabes sin miedo y sin duda, y con esta conciencia te desenvuelves auténtica y libre, deliciosamente libre.

Me gusta tu manera de ser princesa por momentos y por momentos salvaje; tu forma de hacer añicos las etiquetas; incluso las mías.  Me gusta cómo te defiendes a ti misma, con mucho de lo que a mi siempre me ha faltado. Con este amor propio tan saludable y cautivador.

Eres fuerte e inteligente, dulce y amable; solidaria y sensible. Es verdadera fortuna ser tu mamá, y estar invitada a los próximos días, meses y años de tu vida. A atravesar los momentos que están por venir, aunque verdaderamente me asuste lidiar con tu determinación cuando superes los 12…

Me propongo haceros entender, cuando nazca vuestro hermano, y no tenga tanto tiempo ni atención, y por momentos pierda el enfoque, que os quiero del mismo modo extremo. Y sé que lo entenderéis algunas veces; y, cuando no, me presto a comprenderos.

Feliz Tercer cumpleaños, mi amor, vamos a hacer de este día un día especial que quieras recordar cuando crezcas. Vamos a intentar hacer esto con cada uno de tus días.

Te quiero.

A disposición

dsc_0547Hay algo viscoso, persistente y tedioso que me viene acompañando desde el día en que descubrí, con asombro pero sin sorpresa, el positivo en el clear blue.

Apenas me prodigo cantando las alegrías de mi tercer cachorro por venir; ni abrazo farolas. Me cuido, incluso, de pensar en sus manitas calientes. No esbozo ni de lejos, el cuento de la lechera. Me freno el alborozo de notarle las patadas. En ocasiones esta reticencia a hacerle presente me instala en el archiconocido sentimiento de culpa; en el cuestionamiento de las emociones que me mueve la criatura… Y, a poco que le echo un rato de reflexión, caigo en la cuenta de que lo que tengo es MIEDO.

Lo tuve desde el primer momento, y por mil razones o ni una siquiera, no consigo desincrustármelo.

Yo quería más hijos, aunque la realidad parecía desaconsejármelo irrefutablemente. Yo, que en lo esencial he sido más bien permeable a la impulsividad, me encontraba en cada conversación con la psique calculadora de mi señor esposo, recordándome los viajes al trabajo tras noches sin dormir; los plazos con niños enfermos encima del regazo; las tomas con otros dos infantes colgados del cuello clamando mi atención. Los conflictos y la desconexión a la que me lleva el estrés; y la espera para todo aquello que tuviera que ver conmigo y con nosotros.

Aplazar el deporte, el comer más sano, un día de cine a la semana, leer más libros, salir de noche, hacer el amor, dormir diez horas, quedar con amigas…

Y cuando había repasado mentalmente todas las palmarias contraindicaciones, volvía al origen. A la sonrisa bobalicona de figurarme amamantando, y al júbilo de tres hermanos queriéndose (aunque fuera sólo a ratos).

Así que, finalmente y, como de costumbre, nos pudo el amor y, sin tiempo de reflexión, el nuevo bebé estaba ahí. Como si estuviera decidido a llegar. Sin permitirnos un replanteo; ni siquiera un titubeo. Y ya no había marcha atrás.

Y, en este punto, empezaron a cernirse los miedos, confusos y oscuros, a cubrir de sombras ese horizonte que se me antojaba tan gozoso: ¿Y si algo no va bien? ¿Y si se complica el embarazo? ¿Y si supone un riesgo para el bebé, o para mí? ¿y si afecta a mis dos hijos?..

Conforme va avanzando el seguimiento médico de la gestación, consigo disipar ciertos temores a golpe de informes obstétricos y movimientos fetales, pero el miedo, que no acepta rendición, se cuela por otros agujeros: ¿Cómo voy a sacar tiempo para todo? ¿Cómo lo haré en el trabajo? ¿Cómo gestionarán mis hijos la llegada de un nuevo miembro? ¿Cómo afectará a la relación con mi pareja (tengo claro que traerá turbulencias)? ¿Guardería? Y empiezo a sentirme abrumada, insegura y empequeñecida.

Sin embargo, en algunos instantes de lucidez, en medio de mi tortuoso empeño en tener un PLAN MAESTRO que me garantice el éxito y la cordura cuando el nuevo bebé haga aparición estelar, me recuerdo a mi misma que no tengo el control; que no existe una fórmula ni una receta infalible, y que lo único que está en mi mano es ponerme a disposición. A tu disposición, pequeño bebé. Y dejar que me domines, porque esto hacen los bebés.

Así que aquí estoy, bebé: Dispuesta y disponible. Para ti y tus necesidades y las de tus hermanos, en la medida en que mi condición humana alcance. Dispuesta también a tolerar mis fracasos y mis errores. Dispuesta y disponible para comprender mis frustraciones. Dispuesta para quererte y quereros, siempre otra vez más.

Dispuesta a exigir a mi marido estar dispuesto y disponible. Y, dispuesta también, a recibir la ayuda sin percibirla un descalabro.

Consciente de que pasarás de ser el bebé opcional, a otro maestro; a una fuente de hallazgos y descubrimientos increíbles, sanadores, con tal de que nosotros, nos pongamos a tu disposición. Me darás nuevas certezas y me revelarás, una vez más, que el amor son ondas expansivas, sin término cierto.

Te esperamos dispuestos y disponibles.

Sobre todo, porque Raúl alias Harry Potter y Manuela Hermione Greinger necesitan desesperadamente un Ronald Weasley.

 

San Sebastián con niños

No se vayan a pensar que les voy a resolver el misterio de la Santísima Trinidad. No tengo secreto ni truco infalible. Lo único que puedo hacer es contar mi experiencia por si algún descerebrado se está planteando hacer un viaje de más de 7 horas en coche con niños pequeños, esperando que le pueda ser de mínima utilidad.

I.- El coche:

Sin duda la principal contraindicación para el destino elegido era la distancia para llegar en coche hasta San Sebastián.

Mi marido y yo, movidos por el romanticismo nostálgico, nos resistimos a recurrir a distracciones electrónicas, sobre todo teniendo en cuenta que en el coche, el hastío de los pequeños sólo nos va a molestar a nosotros; legítimos progenitores.

No me malentiendan, pues. Si tuviéramos que viajar en avión por esas horas, seguro que no me temblaría el pulso en descargarme las 380 temporadas de la patrulla canina. Cuando entra en juego la paz ajena, relajo mis principios.

No les voy a andar con paños calientes. Los viajes largos en coche con  niños pueden ser un horror.

Nosotros, en este caso particular, decidimos hacer un alto en el camino; una parada logística, o, si lo prefieren, una escala de emergencia para evitar el suicidio en carretera. Buscamos un hotel a las afueras de Madrid, aceptablemente bueno, no tan bonito pero bastante barato y, eso sí, con piscina.

Una piscina que al final resultó contener agua de los mares del Norte a 2º centígrados, pero que cumplió su función. A saber: Agotar a dos fieras después de 4 horas de encierro automovilístico.

De nuestra estancia en la capital, déjenme que les recomiende el lugar al que fuimos a cenar. Tapas buenas y originales, precio más que asequible y una bonita decoración. Se llama 80 Grados. Al que nosotros fuimos se encuentra en la zona de Las Tablas, aunque creo que tienen otro local en Malasaña.  Si van, no dejen de probar la mini hamburguesa y las croquetas de jamón.

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Pero volviendo a la espinosa cuestión del coche, me permito decirles cuáles son mis estrategias de contención:

  • Juguetes de casa: Sobre todo de ésos que incentivan el juego imaginativo. En el caso de mi hijo los coches de toda la vida, pequeños y metálicos, no tienen competencia. Si tiene dos o tres puede jugar durante lapsos temporales realmente largos. Manuela prefiere peluches o muñecos y el juego simbólico: Les da de comer, los cura, les hace de maestra…
  • Cuentos: Éste es el truco estrella. En los momentos en los que parecen estar a punto de perder el control, leerles un cuento puede ser una fórmula fantástica de entrar en un ambiente más relajado. También suelo llevar libros de colorear o con pegatinas, que aseguran un rato de entretenimiento pacífico.
  • Los clásicos: Mis preferidos. Viajar con niños no se inventó en el Siglo XXI. Antes también se hacía, y los niños jugábamos al Veo Veo, a las Palabras Encadenadas, a contar los coches de color «x» y a cantar canciones. Mis hijos se entretienen muchísimo con el Veo Veo. En este último viaje se inventaron otros juegos como esperar a que adelantáramos camiones y gritar olé, o contar los segundos que tardábamos en salir de los túneles.
  • Los chistes escatológicos: Sí. Hemos entrado en la etapa en la que lo más desternillante del mundo es que alguien se suba a un avión y haga caca desde allí, así que una ronda de chistes sobre culetes y pedos nos aseguran unas buenas risas.
  • Víveres: Esencial ir bien servido de comidas y bebidas.

Con esto y con todo, hay momentos en los que nada parece funcionar. Se desesperan, lloran, se enfadan… Y entonces sólo vale tener paciencia y asumirlo como algo totalmente normal.

ii.- El alojamiento:

Ésta es de las pocas cosas en la vida que tengo claras clarinete. Para viajar con niños estancias de más de un par de días, mejor casa/piso/apartamento que hotel.

No me imagino comiendo y cenando fuera con los niños durante 8 días. Una casa ofrece espacio para que puedan jugar con sus cosas, descansar, incluso gritar o revolver.

En este caso, cogimos un apartamento con Feel Free Rentals, y lo recomiendo verdaderamente. El apartamento estaba más que bien. Era espacioso, reformado, limpio y ordenado, y tenía una ubicación inmejorable.

iii.- La estancia:

De una forma resumida, éstos son los planes que nosotros decidimos (o nos vimos abocados a) hacer durante nuestra estancia:

  • Día 1: San Sebastián. Playa de la Concha. Peine de los Vientos. De pinchos y Parte Vieja:

Pasear por el Paseo de La Concha es un imprescindible. Nosotros lo hicimos hasta el Peine de Los Vientos. Allí los niños se divirtieron mucho jugando con el aire que salía de los agujeros en el suelo.

Para mí fue un todo un lujo contemplar la belleza que tiene esta ciudad oliendo a mar, y escuchando a mar.

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Era bastante escéptica a la opción de ir de pinchos con los niños.  La idea de moverse de bar en bar sin lugar para sentarse no me parecía que fuera a casar bien con dos pequeños hambrientos y cansados. Sin embargo, resultó todo lo contrario. La razón: Toda la zona de bares de la Parte Vieja por la que anduvimos es peatonal; los niños comían y corrían por alrededor sin que resultara peligrosa (a veces el principal inconveniente a la hora de salir a comer con ellos fuera de casa, es su baja capacidad para permanecer sentados durante largos ratos). Al estar de pie y en la calle podíamos estar atentos a ellos mientras disfrutábamos de la gastronomía donostiarra.

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Por la misma zona, descubrimos una chocolatería a la que no pudimos resistirnos:

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Por la tarde paseamos por el Barrio Antiguo, disfrutando de los preciosos edificios de la Belle Epoque que luce la ciudad. Les recomiendo tomar un café en la Plaza de la Constitución o la Plaza Gipuzcoa; acercarse a contemplar la Iglesia del Buen Pastor y la Basílica de Santa María o, simplemente, caminar junto al Río Urmea, atravesando alguno de sus puentes.

Tanto paseo con los niños se fue haciendo cada vez más complicado, así que, como corresponde, terminamos el día en un parque con toboganes gigantes, que nos aseguró la distensión.

  • Día 2: Museo de la Ciencia. Planetario y Zarautz.

Somos unos expertos en los Museos de la Ciencia. A poco que tenga cierto prestigio, nos entregamos del todo a su capacidad de asombrar e interesar a los pequeños y a los no tan pequeños (no se imaginan el entusiasmo que muestra el de los 70´con los espacios interactivos.)

En cualquier caso: Lo recomiendo encarecidamente. No es demasiado grande, pero me parece que está perfectamente organizado. La mayoría de las salas son enormemente interactivas; se respira paz y concentración.

Para mis hijos fue de gran interés la primera sala que podría llamar sobre física (con poleas, palancas; pesos, volúmenes, imanes) o Animalia. Y fue muy gracioso (especialmente para mí) verme el rostro dentro de 50 años en una pantalla gigante mientras mi hija exclamaba: Mamá, qué fea, o mi hijo me pedía entre gimoteos que no me pusiera así nunca… Ay, C´est la vie!

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Un auténtico hit fue el laberinto de espejos. Aunque les recomiendo que presten atención, o se llevarán más de un capón con sus propias narices..

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Si deciden visitarlo, no dejen de acudir a una sesión del Planetario en 3D. Divertidísimo y muy didáctico.

Por la tarde conducimos hasta Zarautz y, les digo, aunque no tiene mucho más que la playa, merece una visita. El atardecer allí era una delicia.

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  • Día 3. Hondarribia. San Sebastián.

El tercer día teníamos programado visitar Hondarribia y después acercarnos a Biarritz y San Juan de Luz. Pero como si quieres hacer reír a Dios, haz planes, finalmente visitamos Hondarribia, !y de chiripa!

El tercero fue el día en que la cosa se torció. Los niños estaban cansados, tardamos una hora y media en aparcar y la idea de esperar en un bar atestado para tomar unos pinchos no mejoró la situación. Finalmente, paseamos un poco por su bonita (y turística, muy turística) calle de casas de colores, comimos en un bar que no era ninguno de los que nos habían recomendado (pero que tenía un buen banco corrido donde los niños descansaron) y compramos un helado antes de volver a casa y pasar la tarde en el Parque de Cristina Enea, ya en San Sebastián. Un lugar, por cierto, más que recomendable para los pequeños y que consiguió cambiarnos el humor.

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  • Día 4: Kurssal. Monte Igueldo.

El cuarto día de nuestra estancia aprovechamos la mañana para visitar algunas tiendas, volvimos a la calle 31 de Agosto para comer y después paseamos hasta el Puerto. Allí cogimos un autobús que nos llevó a Monte Igueldo.

Una de las cosas que más ilusión hace a mis hijos cuando viajamos es probar distintos medios de transporte, así que montar en autobús, funicular (para subir a Monte Igueldo) y hacer el mini mini mini paseo en barquito que se puede hacer arriba por 20 eurazos, les hizo el día.

Desde luego las vistas de la ciudad desde allí bien merecieron la pateada.

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El parque de atracciones me reconcilió con el ocio infantil. Vintage. Sin temáticas ni merchandising. Cochecitos mondos y pelondos. Tío vivo, colchonetas, montaña rusa…

 

  • Día 5. Paseo en bici por la ciudad y Acuario.

El último de nuestros días completos en la ciudad, alquilamos bicicletas. Muy recomendable, ya que toda la ciudad dispone de carriles bici. Estuvimos casi dos horas de pedaleo.

 

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Raúl, en su propia bici, aguantó como un campeón.

Por la tarde, visitamos el Acuario de San Sebastián, con el que tengo la misma sensación que en el Museo de la Ciencia. Más bien pequeñito, pero perfectamente organizado y cuidadosamente expuesto.

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A la vuelta, como a la ida, volvimos a tomar aire en Madrid.

Y hasta aquí nuestra experiencia en la ciudad vasca. Reconozco que me resultó más bonita, incluso, de lo que la imaginaba y, por cierto, a todos nos cautivó su ambiente. Tiene una combinación de tradición y vanguardia que me parece asombrosamente equilibrada.

 

 

 

Porque lo digo yo.

 

¿Están ahí mis vidas? ¿ Me escuchan? ¿Me oyen? ¿Me sienteeeeen? Yo estoy felizs, felizs..

Perdónenme la efusiva entrada, pero he escrito un post con la única verdadera intención de comenzarlo así (lo siento, no puedo. Love you por esto, Thalía). Ahora les suelto una retórica cualquiera para despistar.

Las mamás y los papás nos transformamos, en no pocas ocasiones, en seres desmedidamente ridículos. Asómense alguna vez a una fiesta de fin de curso (de hijos de otros, claro -la viga sólo se ve en el ojo ajeno-) y disfruten del espectáculo.

Los más discretos rezuman orgullo por los poros de sus pieles, sonríen con la boca abierta durante los 5 minutos de la actuación, y graban en bucle los mismos movimientos en todos los planos conocidos y desconocidos: Picados, contrapicados, laterales, frontales, para que se le vean los bajos del pantalón de campana tan bien cosidos…

Algunos se lanzan a tararear letras en un inglés de discutible dicción, y los más osados se atreven incluso a emular a John Travolta en la omnipresente en cada fiesta de fin de curso, banda sonora de Grease.

En otro nivel están lo que son capaces de liarse a mamporros con cualquiera que se le ocurra ocupar los espacios reservados a las «very important person»; léase los padres de las criaturas actuantes.

Pero lo cierto es que no sólo nos ponemos en evidencia cuando se trata de procesar amor a nuestra estirpe, sino que en ocasiones también nos las pintamos embarazosas cuando se trata de ponerse firme y «educar». Y esto resulta un tanto más complicado.

A lo largo de mi experiencia maternal he ido cayendo en la cuenta de algunas actitudes mías y de otras comadres que, pese a haber escenificado en perfecta interpretación de orgullo y determinación, a poco de haber sido analizadas, me han generado bochorno.

Me suele pasar con la frase, afortunadamente sorteada hasta este momento por mí (no canto victoria, en esto de la maternidad, he caído en casi todo lo que integra mi black list de futura madre, confeccionada allá  por mis tiernos 24 años) : «Qué feo te pones cuando lloras» y sus variantes, claro («Qué niño más feo, los niños no lloran, no se puede llorar… Los niños buenos no lloran…»).

Y lo más aterrador es que esta frase se la decimos a nuestros hijos y a cualquier hijo de vecino!!, y lo digo en estricto sentido literal.

Vamos, que vas por la calle con tu hijo gimoteando, pasas frente a un banco de señoras «al fresco» y, con una probabilidad del 85%, una de ellas le suelta a tu enrabietado vástago (y para poner sólo un poquito de más leña en el fuego de una rabieta que tratas de disimular estar controlando) que se está poniendo muy feo de llorar.

Y luego lo pienso desde vestigios de madurez que, sólo a veces, asaltan mi entendimiento, y, dejénme que les diga: Si en uno de esos días en los que haciendo cola en la casa de comidas preparadas, se me viene a la cabeza que se me ha olvidado llevar a la tintorería la única chaqueta decente que tengo en el armario para la reunión de las 4, y me da una llorera incontrolable y, créanme, purificadora, alguien (henchido de buena intención) se me acercara para decirme que me pongo fea cuando lloro, más vale que no tenga aún en la mano el caldo de pollo.

Tres cuartos de lo mismo cuando pretendemos que nuestros hijos deglutan la comida cual pavos, a velocidad infernal, y amenazamos con la cuchara a 0,03 mm de su boca, cargada hasta arriba, mientras los miserables se debaten entre la vida y la muerte con el bocado que les hemos metido en el segundo anterior, y les espetamos órdenes del tipo «traga» como si estuviéramos frente a nuestro compañero de piso, con una botella de Brugal verticalizada sobre su boca, en un jueves universitario.

Por no hablar de cuando les sacamos burla… He hecho el ejercicio de ponerme a lloriquear frente al espejo para ver qué tal y, sinceramente, en zanguangos y zanguangas de «taitantos» no queda elegante.

Mi preferida es, sin duda, cuando llevamos la autoridad ridículamente lejos y nos empeñamos en mantener con nuestros hijos una guerra de poder en torno a si debe o no debe abrir el actimel por el «abre-fácil» o como a él le viene en gana que es, por ejemplo, pegándole pinchazos con el tenedor. Y la confrontación escala hasta que todo se escapa de control y los gritos y los llantos se suceden, mientras el Actimel, aún sin abrir, nos mira impávido desde la encimera de la cocina.

Cuando analizo la situación y me paro a considerar la verdadera razonabilidad del temor que me acecha (a saber, si mi hijo se abre el Actimel hoy con el tenedor, mi cesión sólo puede conducir a que  se convierta en déspota, drogadicto o asesino en serie) me entran los rubores.

No hay nada mejor para estas coyunturas, que un «bañico» de humildad, y que nos paremos a considerar que, ni siquiera cuando estamos comunicándonos con ellos, tenemos siempre la razón. Y si hemos caído en el bochorno y la turbación… Pues vamos a ponerle humor.

Gracias, chin chin, Gracias, chin chin

Tikiti, tikitikiti, tikitikitikitikitikitikiti…

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The Crack.

Ha llegado la hora. La de la verdad.

Esta es la historia de un amor como no hay otro igual; que me hizo comprender todo el bien, todo el mal. Que le dio luz a mi vida.

Todo comenzó una mañana de día intrasemanal del año 2003. Mi primer día de Universidad (para comprender el alcance de la falta de sintonía de mi propia persona con el entorno circundante, pueden leer este otro post). 

Entre bolsos de Luis Vuitton y polos de Ralph Lauren, en las filas de detrás, como corresponde a toda chica especial que se precie, sonreía dicharachera, as always, una joven impactantemente guapa; preocupantemente delgada, con el pelo negro y los ojos inmensos.

Vestía un poco «indie» y un poco «gótica», y sin embargo, al contrario de lo que me sucedía, y como más tarde descubriría en un rasgo admirable de su cautivadora personalidad, parecía sentirse como pez en el agua.

Si hubiera tenido preferencia por el sexo femenino me hubiera enamorado de ella al instante. De hecho lo hice, en algún sentido.

Me pasé los primeros días mirándola, observando su carácter despreocupado; su tendencia al jolgorio y la alegría, y sus ojos inmensos.

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Yo salía de clase y me iba a mi agujero.

Hasta que un día se acercó a mí (no hubiera podido ser de otro modo) Y me invitó a acompañarla, junto al resto de su grupo, a la cantina. Hiperventilé un poco, pero cómo resistirse a tremendo magnetismo.

Y comenzamos a hablar, y no necesitamos más de una hora. Todo fluía. Nos reímos, nos interesamos mutuamente. Nos gustamos. Desde entonces no puedo recordar mis pisos de estudiantes sin ella. Ni puedo imaginar mi vida en su ausencia.

Conversábamos sin fin; queriéndonos quedar en esas conversaciones toda la vida. Nos lo contamos todo. Nos lo bebimos todo, también. Nos comíamos los jueves y los viernes por la noche. Nos moríamos de la risa entre humo de cigarrillos, y nos ofrecíamos apoyo logístico para ligar, hasta que nos quedábamos pilladas por alguno en particular, y nos llorábamos las penas.

Las noches más salvajes y libres las viví con ella. Amanecíamos en cafeterías a las 8.00 am, con teléfonos de conquistas en los bolsillos; el rímel corrido y la risa estampada e imborrable. Éramos gamberras y éramos jóvenes.

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Mis años de universidad llevan, irremediablemente, su nombre escrito.

También nos consolamos. En cada momento amargo. Nos congratulamos y nos aconsejamos. Ella fue mi musa, mi apoyo, mi alter ego, my Soul Sister y la piedra en el zapato cuando era menester. Y por eso la admiré aún más.

Nos hemos confesado lo inconfesable, y no nos hemos escandalizado. Es la única persona con la que aún me sientan bien los Gyn Tonics y con la que no me da miedo una resaca. Es mi regalo de la universidad, lo que no habría esperado  ni en mis mejores sueños. Sería el destino, si creyera en él.

Y aunque, hoy por hoy, la mayor locura que se nos pasa por la cabeza es tomarnos una cerveza de baja gradación, y nuestros encuentros se limitan a la media hora para comer, como un oasis entre las responsabilidades profesionales, a las conversaciones les siguen faltando horas

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Juntas hemos sido modernas; guapas, también feas; hemos sido rancias y cotillas.

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Y es que Ariadna, mi bien, eres mucha Ariadna. Aunque tantas veces lo hayas dudado. Eres una crack que lo fucking petas, como tu dirías.

Definitivamente no importa cuántas mudanzas vitales me queden por hacer. Siempre te meto en la caja de las cosas que se vienen conmigo.

¿Para cuándo unas cervezas, aunque sean sin alcohol?

 

 

Tully y la experiencia extracorpórea.

Un día fui al cine.

Fui al cine a ver «Tully»; de Jason Reitman.

Tenía tantas expectativas en esta película que me asustaba un poco descubrirla y poder desmitificarla. Prefería, en mi intimidad, que siguiera siendo el tratamiento definitivo de la cuestión de la maternidad en esta turbulenta y tantas veces contradictoria era. La vi y la desmitifiqué. Efectivamente. Es imposible contarlo todo sobre la maternidad y poner el acento en lo uno y en lo opuesto que la maternidad fuerza a convivir.

Hay dos cosas en ella que me deciden a recomendarla: Charlize Theron  y el drama… O acaso no terminen por ser lo mismo las dos…

Charlize Theron; Marlo, es la madre reina. La antimadre. La superviviente a la maternidad que todas somos en algún momento, en algún punto. Marlo responde a la lógica aplastante de la escasez de tiempo y de las necesidades que la cotidianeidad le arroja a la cara.

Sufre el proceso de transformación en sus carnes. Carnes que, a Dios gracias, se hacen físicamente visibles. Se muestran ataviadas en sujetadores de lactancia y camisones arrugados. Un proceso que se parece al que la «literatura» ha oficializado como relato de las experiencias cercanas a la muerte. Que comienza con el abandono del propio ser, el cual mira al yo corpóreo desde la distancia, con incredulidad y pena. 

Y esta zanja de miedos y nostalgia entre lo que se fue y lo que se viene siendo, y el innombrable camino de vuelta entre lo que se viene siendo y lo que se sabe que ya no se va a ser más, están tan pragmáticamente mostrados en esta película, que provoca el sopor de la revelación de una realidad disimulada.

Ni el cuerpo ni el sexo son lo mismo. Ni el hambre ni la risa ni el tiempo son lo mismo, y por supuesto el sueño ya no es lo mismo.

Y en este punto de no retorno, se hace presente el drama que es la soledad; que es la soledad en el drama. El callejón sin salida entre la angustia y su feliz escenificación, entre el grito y su sofoco que, con suerte se puede susurrar a una igual, camino del parque, en prudentes frases inacabadas que, con un poco más de suerte, son recogidas del suelo y devueltas con ternura. Por una igual.

Una encrucijada que encuentra la paz en la entrega que el amor ordena. Y en la decisión consciente de la renuncia. Que no por ser renuncia sagrada y decisión consciente, dejan de ser dolorosas y sofocantes.

La mente autómata que por momentos se queda enraizada en una responsabilidad que se nos antoja excesiva e insoportable y que nos convierte en pequeños seres confusos, con la humanidad en nuestras manos y lo que más queremos bajo nuestras faldas, continuamente cuestionadas, desde dentro y desde fuera. Mendigándonos gotas de paciencia y empatía y tragándonos las ganas irracionales de quedarnos en esa posición extracorpórea, para, sin embargo, volver una y otra vez.

La maternidad que también tiene aristas de drama, aunque demasiado a menudo enterrado en confines indecibles. La maternidad despiadada. Silenciada y solitaria. La de la depresión post parto, la del agotamiento infinito. La de la torturadora ausencia de recesos.

Esta maternidad cuenta Tully. Y no está todo lo que es, pero es todo lo que está.

La provocadora e hiriente diferencia entre la dificultad que supone ser MADRE,  nunca buena, y la accesibilidad del mérito de BUEN PADRE. Esto también es Tully.

Elevar la maternidad a categoría de relevancia. Esto también es Tully.

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De los delitos y las penas

Ríos de tina han corrido ya desde que el Jueves se hiciera público el fallo de la sentencia dictada por la AP Navarra, por la violación múltiple de una chica en San Fermín, en el año 2016.

Ríos de tinta y debate, mucho debate. Fuera y también dentro.

Como casi todo se ha dicho, poco más puedo ( o quiero) añadir, pero si un par de elementos para invitar a la reflexión.

¿Por qué no estoy de acuerdo con el fallo de la sentencia?

Las razones por las que no estoy de acuerdo con el fallo de la sentencia, NO son las siguientes:

«No es no»: La sentencia declara probado que esta chica, a la que tanto me cuesta llamar esta chica, porque querría llamarla Celia, Carlota, Carla, Candela…un nombre propio que no implicara distancia tan larga con su dolor, no consintió las penetraciones y demás humillaciones.

La chica no debió hablar, coquetear, besarse o lo que quiera que fuese con esos malnacidos: La sentencia se resiste a varias tentaciones de utilizar estas conductas previas como prueba de descargo en favor de los acusados. Es lógico. Sólo cabría hacer uso inadecuado de estos hechos en lo que respecta a pronunciarse sobre el consentimiento que se declara ausente. Por esto, desde mi punto de vista, no se habrían necesitado argumentos para sortear la relevancia de estos hechos, pues convencidos de la ausencia de consentimiento, no tiene sentido querer escaparlos.  Poco importa que la chica se besara con uno o con dos; o si lo hizo durante 3 segundos o durante 5 minutos. Los actos criminales perpetrados sobre ella por los que han sido condenados los malnacidos, no fueron consentidos.

Pero fuera del costreñido traje del Derecho Penal, sí han florecido los prejuicios a pie de calle.

He escuchado con asombrosa naturalidad hombres y mujeres sosteniendo que la chica fue una ingenua; una «valiente», que no debió seguir el juego… Hasta yo misma me he sorprendido concluyendo que debió atemorizarse antes. Probablemente porque nos educaron en el deber del temor, y porque me pasé toda mi adolescencia y juventud sintiendo miedo de potenciales violadores.

No me son ajenos (ni a mi hermana y amigas tampoco) las llaves en forma de puño americano en las manos; los ojos de lechuza tratando de adivinar cualquier forma en el horizonte de calles estrechas y oscuras; las palpitaciones y hasta los rezos al eco de pasos cercanos; el nudo en la garganta con el sonido de un motor reduciendo marchas; el alivio al divisar la puerta del portal. El tener todo previsto para que la llave encaje a la primera; la mirada clavada en el cuarto de contadores; subir las escaleras muy rápido y haciendo ruido, espantando espíritus; el escalofrío al cerrar la puerta de casa detrás de ti.

No me es ajena la tabarra a los amigos para que te acompañen; ni odiarte por la minifalda cuando te quedas sola. Ni el miedo de mi madre, y de mi padre. Sus palabras cada Viernes, cada Sábado: No te vuelvas sola. Jamás. Como el peligro más real y salvaje.

Las «Niñas de Alcásser» y mucho más miedo. Mi vecina contándome en el baño de su casa, mientras yo era todavía una niña, que les introdujeron hierros incandescentes en la vagina, y como esas palabras me persiguieron toda mi adolescencia.

Lo normal era tener miedo, y no actuar en consecuencia era una osadía; una temeridad que podría haberse convertido en la culpa de mi propia violación, de haber ésta tenido lugar.

Y precisamente por esto, no puedo estar de acuerdo con esta sentencia:

Porque la principal prueba de cargo de la condena es el testimonio de la víctima; que ha superado los «filtros» jurisprudenciales. Así lo declaran los magistrados. Es válido como prueba de cargo. Entonces, ¿Por qué no es válido en cuanto al MIEDO que la víctima declaró haber sentido? Miedo que fue, según esta declaración, lo que la llevó a aquietarse ante la voluntad de los agresores.

Si además, como sucede en este caso, cualquier mujer desprovista de superpoderes como hacerse invisible, huir en una tela de araña o desplegar una fuerza sobrehumana a la ingesta de espinacas QUE NO HUBIERA QUERIDO TALES ACTOS SEXUALES, hubiera sentido MIEDO ante 5 hombres desconocidos, mayores y fornidos que te quitan la ropa, está claro que el fallo debió estimar la concurrencia de intimidación y, por ende, la agresión sexual.

Y volvemos al problema del consentimiento. Porque, desde mi punto de vista, en este caso particular sostener la ausencia de intimidación y, a la vez, la ausencia de consentimiento, es complicado.

El único escenario en el que acierto a interpretar una situación de ausencia de miedo en las circunstancias descritas en los hechos probados de la resolución (una chica, cinco tíos, acorralada, un cuarto oscuro, angosto, con una sola salida bloqueada por los cuerpos de los agresores, madrugada, nadie en la calle…) es la del consentimiento. Es decir, si yo no quiero que me hagan esto, cómo no voy a sentir miedo ante tan aterradoras circunstancias??

¿Por qué, entonces, la Sentencia descarta la violencia o la intimidación? Me van a perdonar que me ponga técnica.

Vayamos por partes.

Primero a las voces que hacen recaer toda la responsabilidad en la mente patriarcal de los jueces:

El Código Penal, al hacer mención a la violencia en el artículo 178 del CP, no se refiere a la evidente violencia sexual que implica todo acto de penetración o incluso tocamiento no consentido.

Es el CP el que no equipara a la violencia que requiere en los artículos 178 y 179, la violencia sexual porque, de lo contrario, el delito de abuso sexual NO TENDRÍA NINGUNA APLICACIÓN, no existiría. Si todo acto de naturaleza sexual no consentido implicara, según el Código Penal, violencia, todos encajarían en el 178 y 179. Los artículos 181 y 182 serían testimoniales.

La otra violencia; a la que el Código Penal se refiere, es la violencia física como medio para doblegar la voluntad de la víctima, neutralizando, en su caso, su resistencia para poder violentarla sexualmente después.  Terror extremo.

Y en este punto, quisiera matizar un poco la apreciación generalizada de que el tipo penal de agresión sexual exige resistencia de la víctima. Desde mi conocimiento de la Jurisprudencia interpretativa del delito de agresión sexual, no diría tanto que el tipo exige resistencia de la víctima en el plano ideal, si se quiere, o considerándolo como categoría delictual de forma apriorística, sino que la resistencia de la víctima, de existir, se configura como medio de prueba de la concurrencia de violencia idónea para el fin de doblegar su voluntad, en su revisión a posteriori. Al menos, ese es mi desideratum. 

Es decir, si los malnacidos de Pamplona hubiesen agarrado a la chica de los brazos y la hubiesen introducido dentro del portal «a la fuerza», creo que no habría conflicto alguno en apreciar la violencia, aunque la víctima no hubiera opuesto mayor resistencia. Si la hubieran empujado al suelo, por ejemplo, aunque a partir de ahí se hubiese sometido protegiendo su integridad física, creo que ningún conflicto habría habido en apreciar violencia.

Hasta donde sé, la chica declaró que estaba cogida de la mano con un chico y que la dirigieron al portal éste y otro; que no se resistió porque pensaba que iban a fumar un porro y, desde mi punto de vista, en este caso sí, Código Penal en mano, y sentencias del TS en torno al mismo, no permiten apreciar violencia. La violencia de la que habla ese artículo, claro. Cosa distinta es  que pocas formas de violencia pueden ser más salvajes que la que implica cinco hombres penetrándote contra tu voluntad.

En definitiva, creo que no es acertado decir que es necesario luchar a brazo partido contra tu agresor, poniendo en riesgo tu vida, para que se aprecie un delito de agresión sexual, en a aplicación del CP.

Otro cantar es la intimidación que se define como la amenaza de un mal grave, real e inmediato, idóneo para doblegar la voluntad de la víctima.

Y aquí es, donde Código Penal en mano, los magistrados que tomaron la decisión se encontraron con la patata caliente. Muy caliente.

De la prueba que se practicó, no se desprende que los malnacidos verbalizaran amenaza contra la víctima; ni que adoptaran una actitud de violencia contra las cosas (si hubiera sido contra su persona, estaríamos en el terreno de la violencia) que permita, en un escenario en el que el hecho no está sucediendo, sino mirándolo en reconstrucción, concluir a las claras la amenaza de mal grave e inminente. Es decir, ninguno de ellos dijo, según siempre los hechos probados: «Cállate o te matamos.» «Agáchate o te damos una paliza» «ponte aquí si no quieres acabar mal…» Ninguno de ellos, al parecer, dio un golpe en la pared y gritó: Me c… en la p…, agáchate.

Eran 5, le doblaban la edad y la complexión, era de madrugada, estaba sola y sintió miedo. Así lo declaró.

Los jueces tenían dos caminos: Acobardarse ante el principio «in dubio pro reo» y esconder todas sus dudas bajo la alfombra del tipo de abuso sexual agravado, un poco menos duro para los malnacidos, o empatizar, ser valientes y acercarse al concepto menos positivista y más ideal  de Justicia.

Pero quién les abría esos dos caminos, era el Código Penal. Y una larga historia de pedagogía sobre las garantías de los acusados; las garantías procesales; los principios de presunción de inocencia y el principio por el cual «en caso de duda a favor del reo» (in dubio pro reo).

5 meses debatiendo a tres, en los que uno tenía claro que aquello fue una fiesta a seis.

No pretendo justificar a los jueces y su decisión, sino tratar de encontrar respuestas; y sin embargo, desde mi punto de vista existía la fórmula de no vulnerar esos principios y, era, precisamente, la virtualidad probatoria del testimonio de la víctima que declaró, no olvidemos, que sintió MIEDO; pero me parece necesario y procedente un alto al fuego.

La sentencia es recurrible, y según parece, será recurrida.

Y, fuera ya del caso en concreto, vamos ahora al meollo de la cuestión.

¿Cuál es en realidad el debate? El debate se postula en términos de definición penal o en términos penológicos. De ahí el título de mi entrada.

Es decir ¿Con qué no estamos de acuerdo? ¿Con que le hallan llamado abuso? ¿Con que la violencia -no sexual- suponga un plus de reprochabilidad penal respecto de agresiones sexuales que no contengan actos violentos -distintos a la, llamémosla violencia sexual-? ¿Contra la pena? ¿Qué pasa cuando resulta violada una comatosa como en «Hable con ella», la peli? 

Si en el caso de autos la chica hubiera estado semiinconsciente por el alcohol, sin posibilidad de hablar o moverse, y la hubieran penetrado veinte, hubiera habido de calificarlo como abuso; Código Penal mediante. 

¿Queremos otorgarle mayor castigo a unas conductas sobre otras?

Si es sólo el nombre, la tarea es sencilla, si estamos hablando de alterar los juicios de valor que encierran los tipos penales, es para parárselo a pensar.

¿Qué merece mayor reproche jurídico penal: Un acto de penetración vaginal por uno que, además,  pega a la víctima dos bofetadas, o una violación de cinco, en las tres vías posibles, sin que concurra agresión física (fuera de la propia violencia sexual)?. ¿Qué merece mayor reproche jurídico penal: Una chica penetrada por 5 sin violencia -extrasexual- o una violación de 5 que, además, apalean a la víctima y la dejan en una cuneta??

Porque si el debate es penológico y existe una horquilla de penas, ahora sí, tenemos que graduar los reproches penales a las diversas conductas.

Nos adentramos en el tortuoso camino de la JUSTICIA. ¿Cuándo es justicia para Celia, Candela, Carlota…??

Decía Ulpiano que la Justicia es:

  • Honeste vivire
  • Alterum non laedere
  • Ius sum quique tribuere.

Y cuando uno o unos no viven honestamente y dañan al otro, sólo nos queda dar a cada uno lo que le corresponde. Pero ¿ Qué les corresponde a estos malnacidos? ¿20 años? ¿10? ¿30?….

Si fuera mi hija  la que sufrió el terror, una vida entera no sería suficiente…