
Callar es dejar creer que no se juzga y que no se desea nada y, en ciertos casos, es no desear nada en efecto. La desesperación, como lo absurdo, juzga y desea todo en general y nada en particular. El silencio lo traduce bien. Pero desde el momento en que habla, aunque diga que no, desea y juzga.
Albert Camus «El hombre rebelde».
No sé si realmente quiero que algún día leas esta carta. Mi herencia provinciana intenta con ahínco disuadirme de decirte que, a las puertas de tu séptimo cumpleaños, me enorgullece igual que me asusta, tu rebeldía. Te pienso y me digo: Qué maravilla de carácter. Qué fuerza y coraje, qué determinación, aunque, al cabo, estoy tremendamente enfadada contigo porque no me obedeces cuando doy una instrucción, pese a que reparo (y trato de obviar) que es el otro lado de la misma moneda.
Sin embargo, no dejo de pensar últimamente ¿No sería más adecuado, precisamente, decirle a nuestros hijos, y, sobre todo a nuestras hijas, que admiramos su capacidad de ser contestatarias, irreverentes, intrépidas, libres? Me ronda esa idea con bastante persistencia, porque me pregunto cómo habría sido para mi yo niña y mi yo adolescente que me hubieran reconocido la capacidad de movilizarme, de marcar mis límites y atrincherarme en mi posición con celo y convicción. Y, honestamente, creo que no me hubiera hecho mal. Más bien lo contrario.
Algunas veces me tienta la idea de preferirte prudente, algo más “modosa”, menos polémica o lideresa, o de que me dejes elegirte ropa conjuntada, pero no son más que reminiscencias de modelos y estructuras aprehendidas y prejuiciosas. La desobediencia es una virtud (¿ves? Ya estoy arrepintiéndome) y, seguramente, en ciertos casos, el único camino para el progreso, el único acicate al cambio.
En realidad me alegro muchísimo de que no cedas terrenos que son tuyos por derecho propio; que no te amedrentes en la confrontación y que me necesites lo estrictamente necesario. A mí me ha costado muchos años comprender que no tengo que parecer buena a todo el mundo, y tú paseas con audacia y sin complejos tu genuidad, indiferente a la crítica torticera.
Además, resulta que todo ese poderío te sale con envidiable naturalidad. Con la misma que te sale el ser increíblemente generosa, deliciosamente cariñosa y, también, una auténtica payasa que hace que me tronche a todas horas. De nuevo la irreverencia y esas reacciones y anhelos que no satisfacen las expectativas generales; que distan de lo que de una niña cabría esperar, pero que aniquilan juicios preconcebidos con una facilidad y elegancia, que hacen que el proceso se antoje cotidiano y fluido.
Resulta que además, toda esa autodeterminación te deja intacta la humildad y la empatía y consigues, sigues consiguiendo, que todos se sientan acogidos en ti. Eso es formidable, mi amor. Es una cualidad fascinante ser abrigo y refugio para quien se cruza contigo. Ahí está el secreto, lo vas a ver.
Por eso, si algún día dudas de que todas esas cualidades las celebro y las admiro, porque en ocasiones juego el papel del autoritarismo (con mayor o menor acierto) sepa usted que lo hago. Que las celebro y las admiro. Que te veo, pequeña , te quiero y te apoyo. Que estoy contigo y que quiero que sigas siempre encontrando la fuerza para levantar la voz y hacerte notar, sin sentir que es demasiado atrevimiento.
Si se trata de cuestionarse ideas diluidas en nuestra adultez programada, últimamente me ha dado por pensar en esa de que los padres son padres, y no amigos. Yo quiero ser tu amiga también, cariño. Tú madre y tu amiga. Primero porque ni de broma querría yo perderme las risas que adivino que me voy a echar contigo, y segundo porque no quiero imaginarme que alguna de esas veces en las que vas a pensar, a lo Holden Caufield, que todo es falsísimo, te sientas sola e incomprendida. Quiero estar aquí, a una distancia razonable, para que siempre puedas “echar mano”; para gritar contigo si es necesario, y acompañarte en el desconcierto cuando se presente.
Te deseo un felicísimo cumpleaños. Te quiero hija mía. Te quiero, y te quiero libre.