La fuerza del cariño

Hace unos días me dio por pensar en el desairado trato que injustamente ha recibido a lo largo de mi vida la palabra cariño.

Cariño parecía una palabra pequeña, de segunda división; un poco retamosa. Como comprar una equipación del Real Madrid en versión Thai. Está bien, no es un asco, puedes sentarte a la mesa, pero no tiene la importancia de otras poderosas palabras como amor, odio, respeto, confianza, o las efectistas resiliencia o empoderamiento.

Cariño parecía quedarse en cuartos de final, ser un tres estrellas; que te elijan para formar equipo cuando han entrado la mitad, y la otra mitad espera. Tenerse cariño era bonito, pero era escaso. Jamás hubiera dicho que lo mejor de una relación era el cariño. Me hubiese sonado casi a traición.

De repente ahora (será cosa de la edad) comprendo toda la fuerza del cariño. La que terminó por unir a Shirley McLein y Jack Nicholson. El cariño es el piolet para subir a la cima. El cariño es una pieza de potencia moderada pero de enorme durabilidad, y que apenas se desgasta. Es absolutamente esencial y su ausencia es causa de todo el desconsuelo, pero a menudo es inmerecidamente inapreciada entre el barullo de la inmisericorde cotidianidad.

Ahora, en cambio, entiendo cuánto valen los besos, las miradas tiernas. Las caricias sentidas y suaves sobre el pelo o la cara, las palabras lentas y dirigidas. El tono dulce, y sin embargo robusto, del cariño. El trato esmerado y dispuesto. Dedicarse al otro, en cada interacción.

Saúl es el niño más cariñoso sobre este planeta. Es mi hijo excepcional y absolutamente cariñoso, que no deja pasar un sólo día sin repartir amor y delicadeza.

Saúl te mira a los ojos con los suyos entornados y la cabeza ladeada, y toma tu rostro entre sus manos pequeñas y mullidas para acercarlo a sus labios, y posar un beso esponjoso en la punta de tu nariz.

Abraza a todo el mundo que acaba de conocer, invitándolo a su vida. Como si dijese: Vaya, eres nuevo por aquí, siéntete cómodo, siéntete en casa. Ya eres parte de esto, de mí.

Y de esta forma Saúl hace sentir especial a todo el que lo rodea.

Mañana se cumplirán tres años desde que llegara a nuestras vidas mi niño afectuoso, en los que todos hemos aprendido el poder sanador de un abrazo sincero. La alegría que viene justo después de un beso. Que las caricias son la mejor forma de decir te quiero, sin hablar.

Desde hace tres años hay tres vidas a mi alrededor, desenvolviéndose entre luchas y achuchones. Pero ganan los mimos por goleada, y, la verdad es que cuando se llenan de cuidados los unos a los otros, a mí me parece estar tocando el cielo con las manos. Sé que algo muy grande están creando que me trasciende a mí, y a cada uno de ellos, y está tejiendo una red de seguridad de la que me siento parcial y orgullosamente responsable. Una red invisible que va a amainar el vacío bajo sus pies, ahora y más tarde, cuando incluso puedan sentirlo.

Saúl me ha enseñado muchas cosas y, entre ellas, que el contacto es un lenguaje del amor infalible para tender puentes, crear lazos y sortear distancias. Que amarse de esa forma; con las manos y los ojos y la piel, te libra de la soledad y del abandono y te llena de consuelo cuando las circunstancias no satisfacen por sí solas.

Saúl me ha echado a la cara lo poco que cuesta un abrazo y lo caros que solemos ponerlos los adultos. Que los besos se dan en la nariz, en la boca, en la frente, en los ojos y en la barriga y allí donde fuere, siempre que alguien necesite saberse apreciado.

Saúl cumple tres años de ser ternura y mirada de luz para todos nosotros.

Tu mamá te desea que la vida te devuelva al menos tanto amor como el que das, y te cubra de afectos y ternuras. Yo te voy a besar y achuchar de forma excesiva hasta que quieras y, aunque algún día dejes de querer, al hueco entre mis brazos se va a quedar criogenizado, como Walt Disney, para cuando te venga bien volver.

Muy feliz cumpleaños, mi niño amoroso. Con todo mi cariño.

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