Serendipia

El destino ha querido que me sienta a escribirte esta carta, para felicitar tu sexto cumpleaños, con una batalla hormonal premenstrual librándose en mi interior, y en uno de esos «picos de la curva» de maldito estrés, así que discúlpame de antemano la (aun) más pegajosa intensidad, y la vulnerabilidad que ni siquiera voy tratar de disimular.

Mientras repaso los fotogramas que me ha brindado la presencia en tu vida alegre, me asalta una idea.: Manuela, eres una serendipia.

Eres un hallazgo fascinante y asombroso, completamente afortunado y del todo inesperado. No por accidental, sino porque a tu padre y a mi nos pilló despistados y desacostumbrados, que llegaras de esa forma tan candorosa y apacible.

El 3 de febrero de 2016 por la mañana, estaba trabajando y sentí la necesidad de pasear. Me encontraba perfectamente. Ni incómoda, ni asustada. Estaba previsto que llegaras unos días antes, pero no tenías prisa. Aún hoy no la tienes. Salí a la calle y paseé.

Cuando volví a casa, me sentí exhausta y me permití, nos permití, descansar. Sin capacidad para evitarlo, caí dormida. Durante una hora me entregué a un sueño profundo y sin culpa que es tan propio de lo que tú has construido en esta casa.

Después de recoger a tu hermano y comer juntos, una vez que nos quedamos los tres solos, Raúl tú y yo, sobre las 17.00 horas, comencé a sentir contracciones. Sigue desconcertándome y maravillándome que no las experimenté con dolor ni zozobra, sino como profundos e imprescindibles movimientos sísmicos que me ensanchaban por dentro, como si te hiciera hueco con mis propias manos. Quizás sí dolían, pero no tenía miedo. Y sin miedo el dolor no era más que la conciencia del cuerpo trabajando felizmente. Puse Spotify. Cogí a tu hermano en brazos y bailamos en el salón. A cada contracción me agachaba y cerraba los ojos y sentía la excitación desprevenida e indolente de cuando hacíamos cola para ver a nuestro grupo favorito, en celsius negativos, con 15 años. Te esperaba emocionada y confiaba en ti, en mi y en el amor arrollador que había descubierto un par de años antes y que ha sido, sin duda, el descubrimiento de mi vida, una vocación. La piedra filosofal. El talón de Aquiles.

Las contracciones eran cada dos minutos, tan seguidas, pero tan dulces, que no podía creer que estuvieras tan cerca. Cuando llegué al hospital, totalmente ajena a una dilatación de 5 cm, aún en calma y despreocupada, los protocolos médicos amenazaron con despertarme de mi estado aletargado de conciencia, pero ni un solo segundo recuerdo haber tenido miedo, o angustia. Está claro que no era yo; neurótica y nocivamente comprometida, sino tú, maravillosamente alocada, jovial y agradecida.

Y, a las 12.05 pm del día 4 de febrero, con dos empujones, sin fricción, sin desgarro y sin sutura llegaste al mundo, justo desde dentro de mi útero, con mucho pelo negro y un mar calmado en tu mirada, y te agarraste a mis tetas sin drama ni penar. Ese instante en que te cogí en brazos, viscosa, cargada de esperanza y curiosidad, es la deuda impagable de mi existencia. No hay, es que no la hay, una experiencia que si quiera se acerque a este momento brutal y significativo en el que toda la importancia, en forma de amor inescrutable, se acunó entre mis brazos extenuados para sostenerte. Y te contemplé, con tus ojos rasgados, tu boca pequeña, tus manos y piernas de color rosa moviéndose descoordinados, y continuamos, en el mismo espacio físico ya las dos, tejiendo un hilo que es la cuerda de mi paracaídas.

Y tal como fue tu llegada, es tu discurrir por esta vida, como una sonaja que nos distrae de lo que erradamente tomamos como urgente, como la brisa que empuja el aire cargado. Eres tú quien me coge la cabeza para dirigirme la mirada al cielo,ñ y me recuerda que el arco iris sale cuando el sol se impone tras la tormenta, dejando los restos del aguacero, a ras del suelo.

Durante estos seis años me has colmado de lo que más he necesitado: Unicornios, arco iris, coreografías en la cocina, cosquillas, risas escandalosas y esa forma de hablarle al mundo valiente y confiada. Tan noble, tan descarada, tan niña, tan dichosamente niña, girando sobre ti misma con una falda de lunares hasta caer al suelo mareada; saltarina y un poco botarate. Apaciblemente dicharachera y atolondrada. Tan alegre y tan necesaria.

Quizás no sabes cuánto cuentas para mi porque tengo una deuda contigo. Aunque no me lo reprochas, lo sabes. Has estado en medio de dos gravedades en ocasiones insorteables y, rápidamente te convertías en la solución fácil y menos apremiante. Quiero que sepas que nunca jamás he dejado de mirarte, aunque fuera con el rabillo del ojo.

Te quiero.

Te deseo un feliz cumpleaños. Deseo que no pierdas jamás esta alegría. Que nunca nada ni nadie te quite el brillo chispeante de la mirada, ni la risa exagerada, que sigas torciendo los ojos para hacer el payaso y que me sigas hablando como una rapera del Bronx cuando quieres dejarme claritas las cosas.

Te quiero, Manuela. Cuánto te quiero.