¿Como podría, estando tan loco por mi como estaba, ser el verdugo de nuestra relación?
No podría él querer hacerme daño, porque estar conmigo había sido, en sus propias palabras, un golpe de suerte. Un sueño. Así que, en todo caso, sería el sufriente enamorado de la mujer fatal, a la que muchos deseaban y con la que algunos, digamos, habían estado.
La lista de tíos en mi haber, seguramente equiparable en número a la suya, era, sin embargo, indudablemente más larga. Pero, sobre todo, mucho más deshonesta.
Todo se de-construyó despacio. Al principio fueron los besos y abrazos que hacían jóvenes e impúdicos los encuentros con los amigos. Esos besos y abrazos lozanos y adolescentes que eran la expresión del afecto álgido, de la amistad poderosa en la mocedad.
¿Qué crees que sienten toda esta panda de adolescentes salidos cuando les besas y abrazas?
¡Lo sabré yo, que soy tío! Los tíos somos así.
Después fueron las miradas, las sonrisas.
¡Maldita sea! con lo que a mis amigos les gustaba mi sonrisa. Y, ¡Qué demonios! con lo que a mí me gustaba mi sonrisa. La reprimí insistente e inflexiblemente, hasta enfriar todas las relaciones bonitas con hombres o mujeres libres. Hasta desaparecer por completo del mapa afectivo de todos los seres humanos varones que conocí. Hasta quedar en medio de un lugar que quedaba lejos de todos.
Y ¿Cómo se deja de mirar?
Primero esquivando aquí y allá. Evitando las miradas directas o excesivas. Sin sostenerlas, reducidas a su utilidad esencial:
¿Cuánto te debo?, ponme una cerveza, ¿Dónde está la clase de criminología?
Pero no era suficiente. Para más seguridad, agachando la cabeza.
Luego fue la ropa. Toda la ropa. Los shorts, los vaqueros ajustados, los tops, las blusas transparentes… Y todo aquello que bien podía lucir con 18 años. Elegí, consciente, uniformarme de chándal de lunes a domingo, para defenderme del insulto, la degradación y el juicio inquino y malicioso que me llevaba a odiarme, y a asquearme de mi misma.
Lo mismo un día lloraba cogido a mis piernas suplicándome perdón, como un niño pequeño humillado y reducido, que al siguiente me gritaba cosas terribles golpeando puertas con brazos y piernas, como una bestia feroz.
Tuve la culpa de que rozase su coche, porque le puse nervioso, y de que lo echaran del trabajo, porque, por mi misma existencia, no se podía centrar. Siempre vigilante.
Mientras estudiaba en la universidad, sobreactúe una cinefilia irreversible para no salir de noche. Las pocas noches que lo hice, terminaba inventándome que algún familiar estaba enfermo para justificar que me la pasara en la puerta del pub; dando explicaciones.
Si algún tío me miraba, me echaba a temblar. El único plan seguro era estar con mi compañera de piso y su novio. Y ni eso.
Un viernes cualquiera, de visita en mi piso de estudiantes, veíamos una peli. Nuestro rudimentario equipo de reproducción, un euroconector empalmado con cinta adhesiva, se empeñaba en hacer mal contacto.
Después de ver la película, cada oveja ya con su pareja, noté que iba a estallar. Era su mirada: Tensa, contenida. Un gesto de desaprobación inquebrantable. Poco importaba que no tuviera ni idea de qué le pasaba. Algo era. Y era mejor no preguntar. En algún momento se desataría la tormenta cargada de truenos ensordecedores, asolando la endeble esperanza que albergaba de tener un fin de semana normal. Cavilaba, asustada y resignada, repasando mis gestos y palabras.
Y ahí estaba:
¿No podías agacharte más para arreglar el euroconector, no? Tenias que enseñarle las bragas al novio de tu amiga…
Cuesta ponerse a salvo de toda esa mierda. Desoír las amenazas y los chantajes emocionales que siguen a la decisión de largarte.
Por desgracia, se que esta y otras historias, aún hoy, tienen lecturas machistas e indeseables y, por eso, es necesario revolverse. Como una zorra. Como una víbora.
Feliz día a todas las mujeres.