A Saul

Hijo mío: Escribo estas letras cuando está a punto de cumplirse un año del día en que naciste. De ese perfecto día en que llegaste al mundo para hacerlo todo un poco más difícil, definitivamente, pero mucho más emocionante.

Hace poco descubrí que Saul significa «el que es deseado» y me sonreí frente a la pantalla de la wikipedia. Me vinieron a la memoria todas las veces en que, precisamente, te deseaba… Y todas las conversaciones en que tu padre me exigía un plan de viabilidad que garantizase tu concepción.

Ese plan que tu padre quería, hacía aguas por todas partes. Ni en términos de gestión del tiempo, ni desde la perspectiva económica, ni mucho menos en cuanto a la compatibilización de tu existencia junto a las dos existencias previas de tus hermanos, con mi vida profesional, parecías un negocio seguro.

Cuando te deseé éramos 4 viviendo en un apartamento de menos de 60 m2, con un solo baño, y en nuestro coche no cabía una persona entre las dos sillas colocadas en la parte trasera. El ritmo del trabajo era frenético y yo lloraba a menudo porque no llegaba a nada, y porque la mayoría de noches, aún, apenas conseguía dormir 5 o 6 horas.

Tu padre, que también te deseaba, pero que se encargó de hacer de abogado del diablo, me escenificaba los días futuros. Me profetizaba viajes para ir a trabajar sin haber dormido, el estrés por los plazos, los juicios, las reuniones, las llamadas… Y me recordaba mis dos previas maternidades; mis expectativas de maternar, incluyendo mucha teta, muchos brazos, mucha conexión. Me recordaba que los hijos sucesivos son exponenciales y que la conjugación de edades podía ser un cóctel molotov.

Y, aún así, Saul, eras deseado. Y tanto fuiste que aquí estás.

No tengo muy claro si hubieras sobrevivido al vaticinio de una pandemia y un confinamiento de más de 70 días…. Suerte la tuya de que fuera lo más lejos que teníamos, allá por el mes de septiembre de 2018.

Me regalaste una experiencia arrolladora con tu parto.

Juro que pensé que jamás olvidaría aquel dolor…y, la verdad es que por momentos querría volver a estar justo ahí.

Yo quería dar a luz sin epidural porque quería ser plenamente consciente de parir.

Nada más llegar al hospital lo solté tal cual:

No quiero ponerme la epidural.

Para consuelo de mi débil voluntad de parturienta, me tocó una matrona que, no se si por respeto o más bien por desidia, no rechistó; no trató de convencerme ni me miró de reojo en esa expresión de «mira la moderna ésta… Se va a enterar de lo que es bueno…» Simplemente me miró y me dijo: En ese caso, aquí te dejo… Tendrás que aguantar.»

Y eso hice. Respirarte en cada contracción; concentrarme y resistirme a la desesperación. Remangarme. Me sentí responsable de darte un buen parto. De ponerme a tu disposición para permitirte nacer de la forma más agradable posible.

Eesa responsabilidad me llenó de coraje. No necesitaba a nada ni a nadie; estaba en un paritario pero podría haber estado en cualquier parte. Estábamos solos: Tú, yo y el de los 70, que aguantó como un jabato los apretones de mano y que, para mí sorpresa, no salió corriendo a buscar al anestesista cuando oyó mis primeros gritos.

Porque grité. Vaya que si grité.

Yo, que me pensaba tan digna que ningún dolor de parto, por fuerte que fuese, me podría hacer perder la compostura delante de perfectos sanitarios desconocidos, me quedé afónica berreando con sonidos guturales. Sudando. Desgañitándome. Suplicando, mientras asomabas tu dulce cabecita de 10 jodidos centímetros de diámetro, que me ayudaran a sacarte de ahí.

No fue un parto largo, pese a que nos sorprendiste a todos naciendo con la cara hacia arriba. Debiste girarte al final, porque en ninguna ecografía me alertaron de que vinieras en esa posición. Mejor así, porque navegando a posteriori, por las aguas del omnisciente Google, me ahorré un montón de preocupaciones.

Mi compañera Júlia me dijo que en Alemania se decía de los niños que nacían así, que lo hacían mirando a la luna. Me gusta la idea de pensar que llegaste queriendo ver el mundo. Valiente y decidido, curioso y esperanzado…

Además de la consciencia, lo que me brindó la falta de analgesia durante tu alumbramiento, fue la seguridad y el control. No sentí miedo, ni incertidumbre. Fue como si el proceso del parto lo tuviera completamente asimilado y naturalizado. Fue hacer aquello para lo que estaba muy preparada.

Y, después de casi partirme en dos y quedarme exhausta empujando hasta sentir que me iban a salir los ojos de las órbitas, ahí estabas tú. Tan perfecto. Sencillamente otra obra perfecta y maravillosa que me hizo sentir exactamente lo mismo que tres y cinco años antes: Una plenitud sin fisuras; un júbilo, una alegría, una paz que parecieran trascender a las cosas de este mundo.

Otra vez engatusada; enamorada perdidamente. Rendida a tu inocente perfección.

Desde entonces no has hecho más que alegrarnos y complicarnos la vida, y llenar la casa de dulzura.

Sin ni siquiera proponértelo, eres el paño caliente de los enfados de tus hermanos, que se pasan el día besándote, abrazándote y llamándote bebé adorable… Tú sí que vas a estar mimado, porque todos te mimamos.

Mañana cumples un año, mi niño de luna, y yo sólo quiero mirarte a una distancia prudente y no perder detalle de cómo te lo estás pasando en esta vida; cada uno de tus días. Te quiero. 💕