Porque lo digo yo.

 

¿Están ahí mis vidas? ¿ Me escuchan? ¿Me oyen? ¿Me sienteeeeen? Yo estoy felizs, felizs..

Perdónenme la efusiva entrada, pero he escrito un post con la única verdadera intención de comenzarlo así (lo siento, no puedo. Love you por esto, Thalía). Ahora les suelto una retórica cualquiera para despistar.

Las mamás y los papás nos transformamos, en no pocas ocasiones, en seres desmedidamente ridículos. Asómense alguna vez a una fiesta de fin de curso (de hijos de otros, claro -la viga sólo se ve en el ojo ajeno-) y disfruten del espectáculo.

Los más discretos rezuman orgullo por los poros de sus pieles, sonríen con la boca abierta durante los 5 minutos de la actuación, y graban en bucle los mismos movimientos en todos los planos conocidos y desconocidos: Picados, contrapicados, laterales, frontales, para que se le vean los bajos del pantalón de campana tan bien cosidos…

Algunos se lanzan a tararear letras en un inglés de discutible dicción, y los más osados se atreven incluso a emular a John Travolta en la omnipresente en cada fiesta de fin de curso, banda sonora de Grease.

En otro nivel están lo que son capaces de liarse a mamporros con cualquiera que se le ocurra ocupar los espacios reservados a las «very important person»; léase los padres de las criaturas actuantes.

Pero lo cierto es que no sólo nos ponemos en evidencia cuando se trata de procesar amor a nuestra estirpe, sino que en ocasiones también nos las pintamos embarazosas cuando se trata de ponerse firme y «educar». Y esto resulta un tanto más complicado.

A lo largo de mi experiencia maternal he ido cayendo en la cuenta de algunas actitudes mías y de otras comadres que, pese a haber escenificado en perfecta interpretación de orgullo y determinación, a poco de haber sido analizadas, me han generado bochorno.

Me suele pasar con la frase, afortunadamente sorteada hasta este momento por mí (no canto victoria, en esto de la maternidad, he caído en casi todo lo que integra mi black list de futura madre, confeccionada allá  por mis tiernos 24 años) : «Qué feo te pones cuando lloras» y sus variantes, claro («Qué niño más feo, los niños no lloran, no se puede llorar… Los niños buenos no lloran…»).

Y lo más aterrador es que esta frase se la decimos a nuestros hijos y a cualquier hijo de vecino!!, y lo digo en estricto sentido literal.

Vamos, que vas por la calle con tu hijo gimoteando, pasas frente a un banco de señoras «al fresco» y, con una probabilidad del 85%, una de ellas le suelta a tu enrabietado vástago (y para poner sólo un poquito de más leña en el fuego de una rabieta que tratas de disimular estar controlando) que se está poniendo muy feo de llorar.

Y luego lo pienso desde vestigios de madurez que, sólo a veces, asaltan mi entendimiento, y, dejénme que les diga: Si en uno de esos días en los que haciendo cola en la casa de comidas preparadas, se me viene a la cabeza que se me ha olvidado llevar a la tintorería la única chaqueta decente que tengo en el armario para la reunión de las 4, y me da una llorera incontrolable y, créanme, purificadora, alguien (henchido de buena intención) se me acercara para decirme que me pongo fea cuando lloro, más vale que no tenga aún en la mano el caldo de pollo.

Tres cuartos de lo mismo cuando pretendemos que nuestros hijos deglutan la comida cual pavos, a velocidad infernal, y amenazamos con la cuchara a 0,03 mm de su boca, cargada hasta arriba, mientras los miserables se debaten entre la vida y la muerte con el bocado que les hemos metido en el segundo anterior, y les espetamos órdenes del tipo «traga» como si estuviéramos frente a nuestro compañero de piso, con una botella de Brugal verticalizada sobre su boca, en un jueves universitario.

Por no hablar de cuando les sacamos burla… He hecho el ejercicio de ponerme a lloriquear frente al espejo para ver qué tal y, sinceramente, en zanguangos y zanguangas de «taitantos» no queda elegante.

Mi preferida es, sin duda, cuando llevamos la autoridad ridículamente lejos y nos empeñamos en mantener con nuestros hijos una guerra de poder en torno a si debe o no debe abrir el actimel por el «abre-fácil» o como a él le viene en gana que es, por ejemplo, pegándole pinchazos con el tenedor. Y la confrontación escala hasta que todo se escapa de control y los gritos y los llantos se suceden, mientras el Actimel, aún sin abrir, nos mira impávido desde la encimera de la cocina.

Cuando analizo la situación y me paro a considerar la verdadera razonabilidad del temor que me acecha (a saber, si mi hijo se abre el Actimel hoy con el tenedor, mi cesión sólo puede conducir a que  se convierta en déspota, drogadicto o asesino en serie) me entran los rubores.

No hay nada mejor para estas coyunturas, que un «bañico» de humildad, y que nos paremos a considerar que, ni siquiera cuando estamos comunicándonos con ellos, tenemos siempre la razón. Y si hemos caído en el bochorno y la turbación… Pues vamos a ponerle humor.

Gracias, chin chin, Gracias, chin chin

Tikiti, tikitikiti, tikitikitikitikitikitikiti…

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