The Crack.

Ha llegado la hora. La de la verdad.

Esta es la historia de un amor como no hay otro igual; que me hizo comprender todo el bien, todo el mal. Que le dio luz a mi vida.

Todo comenzó una mañana de día intrasemanal del año 2003. Mi primer día de Universidad (para comprender el alcance de la falta de sintonía de mi propia persona con el entorno circundante, pueden leer este otro post). 

Entre bolsos de Luis Vuitton y polos de Ralph Lauren, en las filas de detrás, como corresponde a toda chica especial que se precie, sonreía dicharachera, as always, una joven impactantemente guapa; preocupantemente delgada, con el pelo negro y los ojos inmensos.

Vestía un poco «indie» y un poco «gótica», y sin embargo, al contrario de lo que me sucedía, y como más tarde descubriría en un rasgo admirable de su cautivadora personalidad, parecía sentirse como pez en el agua.

Si hubiera tenido preferencia por el sexo femenino me hubiera enamorado de ella al instante. De hecho lo hice, en algún sentido.

Me pasé los primeros días mirándola, observando su carácter despreocupado; su tendencia al jolgorio y la alegría, y sus ojos inmensos.

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Yo salía de clase y me iba a mi agujero.

Hasta que un día se acercó a mí (no hubiera podido ser de otro modo) Y me invitó a acompañarla, junto al resto de su grupo, a la cantina. Hiperventilé un poco, pero cómo resistirse a tremendo magnetismo.

Y comenzamos a hablar, y no necesitamos más de una hora. Todo fluía. Nos reímos, nos interesamos mutuamente. Nos gustamos. Desde entonces no puedo recordar mis pisos de estudiantes sin ella. Ni puedo imaginar mi vida en su ausencia.

Conversábamos sin fin; queriéndonos quedar en esas conversaciones toda la vida. Nos lo contamos todo. Nos lo bebimos todo, también. Nos comíamos los jueves y los viernes por la noche. Nos moríamos de la risa entre humo de cigarrillos, y nos ofrecíamos apoyo logístico para ligar, hasta que nos quedábamos pilladas por alguno en particular, y nos llorábamos las penas.

Las noches más salvajes y libres las viví con ella. Amanecíamos en cafeterías a las 8.00 am, con teléfonos de conquistas en los bolsillos; el rímel corrido y la risa estampada e imborrable. Éramos gamberras y éramos jóvenes.

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Mis años de universidad llevan, irremediablemente, su nombre escrito.

También nos consolamos. En cada momento amargo. Nos congratulamos y nos aconsejamos. Ella fue mi musa, mi apoyo, mi alter ego, my Soul Sister y la piedra en el zapato cuando era menester. Y por eso la admiré aún más.

Nos hemos confesado lo inconfesable, y no nos hemos escandalizado. Es la única persona con la que aún me sientan bien los Gyn Tonics y con la que no me da miedo una resaca. Es mi regalo de la universidad, lo que no habría esperado  ni en mis mejores sueños. Sería el destino, si creyera en él.

Y aunque, hoy por hoy, la mayor locura que se nos pasa por la cabeza es tomarnos una cerveza de baja gradación, y nuestros encuentros se limitan a la media hora para comer, como un oasis entre las responsabilidades profesionales, a las conversaciones les siguen faltando horas

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Juntas hemos sido modernas; guapas, también feas; hemos sido rancias y cotillas.

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Y es que Ariadna, mi bien, eres mucha Ariadna. Aunque tantas veces lo hayas dudado. Eres una crack que lo fucking petas, como tu dirías.

Definitivamente no importa cuántas mudanzas vitales me queden por hacer. Siempre te meto en la caja de las cosas que se vienen conmigo.

¿Para cuándo unas cervezas, aunque sean sin alcohol?

 

 

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