Un día fui al cine.
Fui al cine a ver «Tully»; de Jason Reitman.
Tenía tantas expectativas en esta película que me asustaba un poco descubrirla y poder desmitificarla. Prefería, en mi intimidad, que siguiera siendo el tratamiento definitivo de la cuestión de la maternidad en esta turbulenta y tantas veces contradictoria era. La vi y la desmitifiqué. Efectivamente. Es imposible contarlo todo sobre la maternidad y poner el acento en lo uno y en lo opuesto que la maternidad fuerza a convivir.
Hay dos cosas en ella que me deciden a recomendarla: Charlize Theron y el drama… O acaso no terminen por ser lo mismo las dos…
Charlize Theron; Marlo, es la madre reina. La antimadre. La superviviente a la maternidad que todas somos en algún momento, en algún punto. Marlo responde a la lógica aplastante de la escasez de tiempo y de las necesidades que la cotidianeidad le arroja a la cara.
Sufre el proceso de transformación en sus carnes. Carnes que, a Dios gracias, se hacen físicamente visibles. Se muestran ataviadas en sujetadores de lactancia y camisones arrugados. Un proceso que se parece al que la «literatura» ha oficializado como relato de las experiencias cercanas a la muerte. Que comienza con el abandono del propio ser, el cual mira al yo corpóreo desde la distancia, con incredulidad y pena.
Y esta zanja de miedos y nostalgia entre lo que se fue y lo que se viene siendo, y el innombrable camino de vuelta entre lo que se viene siendo y lo que se sabe que ya no se va a ser más, están tan pragmáticamente mostrados en esta película, que provoca el sopor de la revelación de una realidad disimulada.
Ni el cuerpo ni el sexo son lo mismo. Ni el hambre ni la risa ni el tiempo son lo mismo, y por supuesto el sueño ya no es lo mismo.
Y en este punto de no retorno, se hace presente el drama que es la soledad; que es la soledad en el drama. El callejón sin salida entre la angustia y su feliz escenificación, entre el grito y su sofoco que, con suerte se puede susurrar a una igual, camino del parque, en prudentes frases inacabadas que, con un poco más de suerte, son recogidas del suelo y devueltas con ternura. Por una igual.
Una encrucijada que encuentra la paz en la entrega que el amor ordena. Y en la decisión consciente de la renuncia. Que no por ser renuncia sagrada y decisión consciente, dejan de ser dolorosas y sofocantes.
La mente autómata que por momentos se queda enraizada en una responsabilidad que se nos antoja excesiva e insoportable y que nos convierte en pequeños seres confusos, con la humanidad en nuestras manos y lo que más queremos bajo nuestras faldas, continuamente cuestionadas, desde dentro y desde fuera. Mendigándonos gotas de paciencia y empatía y tragándonos las ganas irracionales de quedarnos en esa posición extracorpórea, para, sin embargo, volver una y otra vez.
La maternidad que también tiene aristas de drama, aunque demasiado a menudo enterrado en confines indecibles. La maternidad despiadada. Silenciada y solitaria. La de la depresión post parto, la del agotamiento infinito. La de la torturadora ausencia de recesos.
Esta maternidad cuenta Tully. Y no está todo lo que es, pero es todo lo que está.
La provocadora e hiriente diferencia entre la dificultad que supone ser MADRE, nunca buena, y la accesibilidad del mérito de BUEN PADRE. Esto también es Tully.
Elevar la maternidad a categoría de relevancia. Esto también es Tully.