Son días de familia. De vuelta a casa y de hogar. Son días de patria, de identidad y de gregarismo. De compañía.
Son días de infancia.
Hay, sin embargo, algo oscuro e indescifrable en perder a un padre. Como una revelación cruel y torticera; como una verdad de plomo que sólo se verbaliza con silencio. Un secreto que se hace incompresible a los demás.
Algo que se va quedando frío y compacto. Como el agua que resbala y se pierde; como el regusto de las luces que se apagan y los ecos que desaparecen. Hay una soledad originaria. Un plano que se abre y que se abre; que se expande. Un punto que se difumina, una cuerda que se parte.
Hay una añoranza rencorosa. Un dolor un poco envenenado; porque se haya ido, pero también porque te ha dejado, así, en el plano abierto y con la cuerda rota.
Hay un misterio que se calla, que se envuelve y se consagra.
Y al hablar del padre muerto sientes ridículo; porque antes de decirlo sonaba más importante. Y una vez fuera, todo lo demás se reconstruye. Por eso callas. Y dejas que siga siendo plomo.
Recuerdo de las historias de hospitales. Viejas conocidas traicioneras.
Recuerdo de aquello por lo que se quiere y de aquello por lo que, todavía, no se quiere. Pero sobre todo, impulso de pertenencia. A las luces y a las sombras. De unas y otras brotaron las miserias y las deidades.
En voz alta: Te echo de menos, papá.