PODRÍA SER EL TUYO

El día de las pasadas Elecciones Generales mi cuñado trataba de probar la honorabilidad y la integridad del de los 70,´ofreciendo por su voto indecentes cantidades de dinero.

Mi esposo, que es muy digno, no se inmutaba ante sumas de muchas cifras y seguía manteniendo con vehemencia su postura. Cierto que ni mi cuñado tiene esas cantidades, ni si las tuviera creo que andaría intentando comprar el voto de un humilde sindicalista, por lo que, cierto también que no pudimos testar cuál hubiera sido la incorruptibilidad del de marras con todas esas cantidades apiladas en montañas de billetes de 500, palpables.

En todo caso, no les invito a dudar demasiado del susodicho. Ya les he dicho que este hombre mío,  digno es un rato.

Mi cuñado, que cuando se trata de corromper, tampoco se da por vencido, vaciló por un momento y espetó: «No he hecho la oferta adecuada«. Y con la calma y el aplomo que regala el saber que has tumbado al adversario, preguntó: ¿ Y si te ofrecieran la salud y bienestar de tus hijos por siempre?.

El de los 70´encogió el gesto, como maldiciendo el haber recibido el reto. Bajó la cabeza y resopló… «En ese caso, claro que lo vendería».

Y es que, queridos lectores de género y género, de parte y parte, de aquí y allá, los hijos son sagrados. LOS HIJOS SON SAGRADOS.

Pues claro que entregarías el voto; el perro y el alma, tu casa y la de los demás, tu coche y tu vida…  Y lo que hiciera falta.

Tú y también Abdulla Khurdi.

Sí, el papá de Aylan Kurdi. El niño sirio encontrado ahogado en una playa de Turquía. Tenía tres años, unas piernas bonitas, torneadas y pequeñas, y toda la vida por delante.

Su padre declaraba a un periódico francés que sus hijos, los dos (los dos muertos) eran increíbles. Los niños más hermosos del mundo.

Por supuesto que lo eran; igual que son los míos.

Todo igual, salvo que en su país un día comenzó un conflicto bélico y caían bombas y los tanques devastaban las calles y silenciaban las risas, y el miedo sustituía a los corre corre que te pillo y los padres y las madres se ahogaban de pena mientras el aire de los proyectiles al pasar, arrancaba la palabra futuro de las ventanas de las habitaciones de sus hijos.

Y tanta pena tenían, y tanto amor les salía que querían llegar a un lugar donde sus hijos no estuvieran acabados antes de empezar; y querían darles salud y oportunidades. Lo mismo que todos queremos. De género y género, de parte y parte, de aquí y de allá.

Pero se encontraron con leyes de inmigración, y de asilo y con déficit en la caja de la Seguridad Social. Y desde aquí escuchamos los inconvenientes y asentimos, pero nada de eso importa NADA, NADA, SI SE TRATA DE MIS HIJOS. Porque son sagrados. Son niños. Son pequeños. Son inocentes. No quieren discutir ni pelear; no quieren saber de números ni de capacidad de acogida ni de visados; quieren jugar y estar con mamá y con papá.

Y entonces esos padres lloraron, porque esos Señores de algún lugar del mundo, que no habían mirado a sus hijos a los ojos, les hablaban de leyes de asilo, de visados, de déficit y procedimientos, y les invitaban con desprendida amabilidad a una espera incierta y larga, mientras velaban las noches de sus pequeños entre sonidos de bombas, suplicando al infinito que no les cayeran en casa.

Y como quien asume la responsabilidad más tremendamente endiablada, pagan todos sus ahorros por meter a sus hijos en una barca, esperando que en una hora corta, desembarquen en una orilla silenciosa, lejos del terror; desde donde puedan salir corriendo a comprar un bocadillo a sus pequeños, que están hambrientos.

Y en ese sueño dulce, ahogan las miradas aterradas de sus hijos en la barca, entre veinte personas más que arrastran el mismo silencio y pesadez de pies. Y entierran los temblores que sufren del frío y el crujir de sus estómagos del hambre; en el sueño dulce de un hogar.

Pero el barco se hunde poco después y, sin embargo, cuando ya no hay camino de vuelta. Y los pequeños son tragados por el mar. Aylan  y su hermano (sólo un año mayor y cuyo nombre no ha trascendido) ya no van a jugar más; ni van a sonreir contentos cuando su padre los aupara en hombros; ni van a cantar las canciones del colegio ni a acurrucarse en los brazos de su madre. No van a vivir más. Tan hermosos como siempre; tan sagrados.

Y podrían ser sus hijos. Los que se hubieran muerto. Los que le miraran aterrados desde una huida hacia la paz que se convierte en trampa mortal. Los que quedaran tirados en una orilla de la playa boca abajo, con sus piernas bonitas y pequeñas y sus cabezas de medio lado, mientras los Señores de algún lugar del mundo responsabilizan al sistema, a las Leyes de asilo y a la política migratoria…  Los que fueran recogidos en los brazos de hombres uniformados cuyos hijos les esperan a comer.

PD.- Siento haber escrito esta entrada.

 

 

 

 

 

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