Una vez, un bien querido amigo, compartía conmigo una foto de su infancia. Aún la guardo.
Yo ya lo conocí tullido. Con la piel quemada, el pelo incipientemente blanco y el andar medio cansado, del peso; aunque, con todo, me cautivó. Porque había encontrado su propia fórmula para descansar y no atragantarse con los días que vivir.
Había estado mirando a través de cientos de vidrios superpuestos fabricados con las noches sin dormir y las botellas de wishkey, a modo de anteojos; pero últimamente se ha deshecho de todos. Ve poco, pero lo que percibe resulta bastante real, auténtico.
Nos hablamos entre despechos, silencios y canciones y nos queremos sin hablarnos.
A los dos nos gusta la cerveza y una soledad que nos permita la cursilería. Nos entendemos y a veces nos detestamos; más antes.
Me enriquece, y yo alguna vez le he impresionado. Pero se lo calla.
Una vez me enseñó una foto de su infancia y lo comprendí todo: «La infancia es lo más parecido al hogar», me dijo.
La mirada entusiasta y luminosa; el gesto temeroso; se los recordaba de algunas veces.. Como por ejemplo cuando sonaba Van Morrison.
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