But more, much more than this, I did it my way.

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Me planteaba si escribir o no; me lo sigo planteando, de hecho, mientras escribo.

Esta cuestión; la de cuestionarme si redactar o no lo que viene a continuacíon; es de ésas que evocan la más alta cuestión de si realmente sé quién soy, si soy quién creo ser, si trato de ser lo que me gustaría ser y no soy, o si trato de no ser lo que inevitablemente soy…

Lingüistas del mundo que casualmente, me lean: No he buscado un sinónimo de cuestión porque no me da la gana. Quiero que quede así; un montón de cuestiones juntitas y, por lo demás, «ser o no ser, esa es la cuestión».

Bien, lo que tengo claro sobre mí es que me apetece escribir y soltar lastre; que lo que siento lo termino de definir siempre mejor sobre el papel… Aún cuando pueda quedar picassiano: Definido como picassiano.

De otro lado, quiero que el dolor se quede atrapado en los límites que marca la capa más superficial de mi piel (la epidermis, dermis o lo que sea) y que si exuda algo, que lo contengan las paredes de mi casa. Y de esta forma llegamos a la cuestión inicial: si lo que escribo rezuma dolor, mis 4 incondicionales lectores me van a percibir medio en cueros, y eso me causa inquietud, dudas. Alguna contradicción.

Tenía alojadas en algún lugar de mi cerebro diez o doce ocurrencias con cierto sentido narrativo para crear una entrada en el blog bajo el título: De lo humano y Los Divinos. La iba a escribir ayer.

Una de las ideas que me venía rondando era la de crear una escala para catalogar acontecimientos vitales negativos. De menor a mayor intensidad la escala empezaría con «las jodiendas». Una jodienda es, por ejemplo, llegar de vacaciones la noche antes de empezar a trabajar y tener que deshacer el equipaje. Después vendrían «las putadas». Una putada en condiciones es del calibre de una multa, una inspección de Hacienda… O incluso que te despidan del trabajo. La putada es, sin duda, la categoría que acoge la mayor horquilla de intensidades.

Para terminar estarían las tragedias. Éstas quedan reservadas para aquellos acontecimientos vitales que ponen a prueba nuestra resistencia: Que te despidan del trabajo si tu sueldo es lo único con lo que cuenta tu familia; la enfermedad (grave; una gripe es una jodienda, en condiciones normales) y la muerte.

Quería hacer esa clasificación para a continuación explicar que no comprendo ni cómo ni por qué el mundo blogger parece haber desterrado de sus confines las respuestas humanas a los acontecimientos vitales negativos.

Vale que en un día que haya dormido bien (cosa que no sucede desde hace más de un año) y si se aproxima algún periodo vacacional, tal vez podría conseguir plantarle una sonrisa a una jodienda, pero ¿con las putadas??? No amigo, no hay quién se ría con una putada. Ni que decir tiene con las tragedias. Éstas directamente no suceden en el mundo blogger. Ni se mientan.

He de reconocer que una es de tradición catastrofista; tradición que empezó y continúa abanderando mi abuela (que parece que me patrocina la mujer…), que no se mitigó en la generación sucesiva y de la que me he llevado el 90%. Mi hermana se ha quedado un 10%.

Sí señores, veo el vaso medio vacío, me ahogo dentro de él si contiene agua y ni los Monty Python me hacen apreciar el lado brillante de la vida en muchas ocasiones. No merezco pertenecer al mundo blogger. Me niego a levantarme un lunes con emblemas de júbilo y alegría infinitos. Los Lunes son una jodienda.

No es culpa mía. En la Universidad, según mi madre, sacar menos de un ocho te condenaba a trabajar en una fábrica de conservas y a casarte con un marido alcohólico.

Pero el Lunes detonó un acontecimiento vital que sobre el papel no dudaría en arrastrar a la columna de tragedias y que, sin embargo, no siento como tal.

Mi padre, con sus reminiscencias comunistas, su risa contagiosa, su simpatía por guerrilleros y por Jesucristo, sus Creedence y su Raphael; su lágrima floja, su Real Madrid y su Raúl González Blanco; su hoy soy de Podemos y mañana del PP; su andar destartalado; su mano chula, su vivir a «su manera», su lealtad y su dulzura y su honestidad de la de entonces, se fue. De repente y para siempre.

Contabilizando daños colaterales, me encuentro en primer lugar con el vacío, como antónimo de plenitud, como constatación empírica de la ausencia; un vacío profundo que puede incluso oírse y que en la parte alta del estómago parece haber cavado una zanja que provoca desaliento.

La añoranza; echar de menos no sólo su compañía, ni sólo su presencia, añorar su existencia: El jersey amarillo de angora, los calamares de medio día, las canciones como forma de comunicación, su espíritu de Robin Hood y hasta su mal humor.

Las preguntas; las que responden por qué no estará cuando mi hijo marque su primer gol o cuando mi hermana se case, si lo hace, o le demos más nietos.

Termino con el deseo acuciante e inaccesible de ser hija en sus brazos de padre,  por una sola y última vez.

Pero pese a todo; no siento tragedia. Tanto relucen sus recuerdos que su adiós no los oscurece, sino todo lo contrario. En el otro lado del Ring combaten con ventaja la gratitud por 30 años de degustarlo, el amor que no claudica a la muerte y el humor; el que tenía y el que nos deja.

Sólo espero que en el sitio, estado, dimensión o lo que quiera que sea que secunda a la muerte  se pueda seguir amando. Con eso, él no va a encontrar mayores problemas.

Pd. Papá, me encargaré de cumplir con una de tus últimas voluntades. Te recordaremos comiendo y bebiendo… Solías decir que guardabas unos ahorros para el banquete en tu honor, aunque, Bucanero… !se te olvidó decir dónde!

Ya ajustaremos cuentas tú y yo.

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